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miércoles, 1 de agosto de 2018

Soy un atleta


 "Rápido como una serpiente y tan duro como el hierro."
Goodis, Disparen sobre el pianista


Conocerse a sí mismo y saber quién se es son dos asuntos de no poca importancia. Medio entiendo que conocerse así mismo es llegar a ser consciente de tus debilidades y fortalezas, apunta más a la capacidad individual de cada persona; y saber quién eres involucra muchas otras cosas, como por ejemplo a tus padres, tus amigos, dónde naciste, dónde te criaste y todo lo que has vivido hasta ahora. A la final parece que fuera lo mismo. Tú sabes quién eres cuando te has conocido a fondo, intrínsecamente. Esto a veces resulta muy doloroso. O sea, el hecho de reflexionar sobre las circunstancias de tu vida y encontrar que has sido protagonista de una gran comedia de equivocaciones. La comedia, vivida en primera persona, no es graciosa. Lloras de rabia, de indignación por haber caído es probable en alguna trampa del camino. Has despertado. Pero ¡Cuidado! El primer impulso revolucionario es decisivo. Estamos llenos de energía, es como un inmenso cauce atrapado que busca por donde salir. La luz de tu instinto se derrama sobre ti, y te guía. Entonces te pones a prueba para tratar... No, para tratar no, porque vas con todo el ímpetu que brota del corazón, sin dudar ni un segundo. Te pones a prueba para rescatar, cual si fueras tú tu mismo salvavidas, a la persona que se está ahogando en ese mar de emociones, incertidumbres, miedos. Hay que aprovechar la pasión que nos brindan los sentimientos intensos, seguir adelante y jamás volver la mirada atrás. Jamás. No venga a ser que el demonio de la resignación se aposente en nuestras ilusiones y nos volvamos tan pesados como una estatua de sal.

La verdad siempre ha estado ante nuestras narices, y uno, por despistado o por estúpido, no la ve con ojos claros. La vemos bajo el velo de los símbolos y las alegorías, no la comprendemos hasta que pasa el cataclismo.

Lo digo por experiencia propia. Llegué a estar tan deprimido y tan desmoralizado que pasaba varias horas del día en la cama-ataúd, durmiendo. Afortunadamente leía mucha literatura. Lo hacía para no perder del todo mi tiempo. Casi todos los días solía ir a la biblioteca del pueblo a leer. San Juan de la Cruz (sus tratados sobre la noche oscura del alma), Paul Auster (Trilogía de N. Y.), Rider Haggard (Las minas del rey Salomón), Henry James (La vida privada), Cesare Pavese y Bianca Garufi (Camino de sangre), Iván Turgueniev (Humo), G. K. Chesterton (Correr tras el propio sombrero y otros ensayos), Junichiro Tanizaki (La llave), etcétera. En pdf leí La conquista de la felicidad, de Bertrand Russell, un libro práctico, grandioso e iluminador. Por entonces viajaba con regularidad a esta ciudad y me iba para las librerías de viejo del parque C., y allá compraba libros baratos de autores geniales como Dostoievski, García Márquez, Onetti, Henry Miller, algunos de los cuales todavía no he leído. En una de esas librería encontré al profesor d'Arbó (El inmenso poder de la hipnosis) y a Joseph Murphy (Los milagros de su mente). Doy gracias a la vida por ello.

Un día decidí salir a correr todas las noches por la carretera a las afueras del pueblo. Después de realizar unos ejercicios de calentamiento en casa, me iba caminando hasta la salida del pueblo y con trote suave me internaba en la oscuridad de la carretera. Me llevaba dos botellitas de agua en cada mano. Sudaba como un caballo. Aumentaba la distancia cada semana, los domingos. Tengo que decir que empezaba a correr a las siete en punto de la noche. Luego de pocos meses dejé de hacerlo en la noche y me levantaba en la madrugada; a las cuatro en punto estaba allá, y me internaba en la oscuridad. Después, ya con el día claro, volvía a casa, me cambiaba la ropa sudada, me tomaba un jugo de zanahoria preparado por mi madre y me iba para el gimnasio. Duré siete meses en esta "penitencia". Todo salió bien, aunque recuerdo una caída que me pegué en una curva, cuando corría de noche; me golpeé duro la rodilla contra el pavimento, las botellitas de agua cayeron rodando sin destaparse. No me paré enseguida. Me quedé un momento derrumbado en el suelo, atontado y cansado. Cuando me paré, fui por las botellitas de agua, que no habían caído muy lejos, y seguí trotando. No recuerdo más caídas.

La gente pensaba que estaba loco, enfermo. Tenían razón: estaba deprimido y furioso. Aun así, iba a fiestas; bailaba, pero no tomaba. Me había dejado crecer el pelo y la barba. No hacía caso a nadie. No creía en nadie, sólo en mí.

Han pasado como tres o cuatro años desde aquello, y todavía sigo en la lucha. También he sido jardinero en una finca, recolector de café, vigilante, camarero de hotel. Me falta ser pirata, obrero en una planta industrial o en donde sea.

Si vas a morir, muere peleando.


Temprano en la madrugada

Hace unas horas llovió. No duró mucho. Yo estaba en el primer cuarto sentado ante el computador y la fuerte brisa fría que entraba por la ve...