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lunes, 17 de diciembre de 2018

Hace algún tiempo mi abuelo me contó algo


Hace algún tiempo mi abuelo me contó algo. Me contó que cuando él era joven y tenía unos veinte años más o menos, conoció en cierta ocasión a un hombre muy peculiar, extraordinario; con ese hombre entabló una amistad breve y pasajera. Era un aventurero y tan buen trabajador del campo como mi abuelo. Un día que estaban juntos bebiendo ron en la cantina del pueblo, el aventurero le dijo a mi abuelo: "Pon mucha atención a lo que voy a hacer", y concentrándose en un vaso que había sobre una de las mesas de la cantina, lo alzó con la mirada desde donde estaba sentado y, flotando el vaso en el aire, lo puso en otra mesa. Entonces le dijo a mi abuelo: "¿Por qué no lo haces? Vamos, tú puedes hacerlo también". Pero mi abuelo fue incapaz de hacerlo, según me dijo; no sabía cómo era posible aquello. Así mismo, él tampoco sabía ni llegó a saber nada de aquel hombre en realidad, excepto que era amigo personal del párroco del pueblo.

martes, 11 de diciembre de 2018

Cita


"Como no he llegado aún a la edad en que se inventa, me contento por lo pronto con referir".

lunes, 10 de diciembre de 2018

Tentativa de relato


J., un amigo de toda la vida, me llamó por teléfono la semana pasada. No lo identifiqué en el acto porque la pantalla de mi alcatel está dañada y no se ve nada; sé quién me llama sólo después que contesto.

-¿Aló?

-Aló.

En vez de preguntar quién era, dije:

-¿Sí?

-Nojoda C., qué más, qué andas haciendo -reconocí la voz gruesa de J. al otro lado de la línea.

-Man, diligencias. Y ¿tú qué?

-Papi todo bien, aquí en el pueblo. Mi mamá me dijo que no te ha visto más correr en las mañanas. ¿Dónde estás?

-Acá en Cartagena. Me vine desde hace ya varios días.

-Hey, tenemos que hablar. Hace rato que no hablamos. Estoy trabajando en la gobernación. Es sólo por unos meses, pero algo es algo.

-Me alegra, man. Apenas regrese llego a tu casa. De pronto viaje mañana o pasado mañana.

-Yo voy a estar aquí hasta el martes. Pero llama cuando vengas a la casa, porque a veces estoy donde la suegra. Tenemos que echar la hablada.

-Todo bien que eso va.

-Quedamos así entonces.

-Ya.


miércoles, 1 de agosto de 2018

Soy un atleta


 "Rápido como una serpiente y tan duro como el hierro."
Goodis, Disparen sobre el pianista


Conocerse a sí mismo y saber quién se es son dos asuntos de no poca importancia. Medio entiendo que conocerse así mismo es llegar a ser consciente de tus debilidades y fortalezas, apunta más a la capacidad individual de cada persona; y saber quién eres involucra muchas otras cosas, como por ejemplo a tus padres, tus amigos, dónde naciste, dónde te criaste y todo lo que has vivido hasta ahora. A la final parece que fuera lo mismo. Tú sabes quién eres cuando te has conocido a fondo, intrínsecamente. Esto a veces resulta muy doloroso. O sea, el hecho de reflexionar sobre las circunstancias de tu vida y encontrar que has sido protagonista de una gran comedia de equivocaciones. La comedia, vivida en primera persona, no es graciosa. Lloras de rabia, de indignación por haber caído es probable en alguna trampa del camino. Has despertado. Pero ¡Cuidado! El primer impulso revolucionario es decisivo. Estamos llenos de energía, es como un inmenso cauce atrapado que busca por donde salir. La luz de tu instinto se derrama sobre ti, y te guía. Entonces te pones a prueba para tratar... No, para tratar no, porque vas con todo el ímpetu que brota del corazón, sin dudar ni un segundo. Te pones a prueba para rescatar, cual si fueras tú tu mismo salvavidas, a la persona que se está ahogando en ese mar de emociones, incertidumbres, miedos. Hay que aprovechar la pasión que nos brindan los sentimientos intensos, seguir adelante y jamás volver la mirada atrás. Jamás. No venga a ser que el demonio de la resignación se aposente en nuestras ilusiones y nos volvamos tan pesados como una estatua de sal.

La verdad siempre ha estado ante nuestras narices, y uno, por despistado o por estúpido, no la ve con ojos claros. La vemos bajo el velo de los símbolos y las alegorías, no la comprendemos hasta que pasa el cataclismo.

Lo digo por experiencia propia. Llegué a estar tan deprimido y tan desmoralizado que pasaba varias horas del día en la cama-ataúd, durmiendo. Afortunadamente leía mucha literatura. Lo hacía para no perder del todo mi tiempo. Casi todos los días solía ir a la biblioteca del pueblo a leer. San Juan de la Cruz (sus tratados sobre la noche oscura del alma), Paul Auster (Trilogía de N. Y.), Rider Haggard (Las minas del rey Salomón), Henry James (La vida privada), Cesare Pavese y Bianca Garufi (Camino de sangre), Iván Turgueniev (Humo), G. K. Chesterton (Correr tras el propio sombrero y otros ensayos), Junichiro Tanizaki (La llave), etcétera. En pdf leí La conquista de la felicidad, de Bertrand Russell, un libro práctico, grandioso e iluminador. Por entonces viajaba con regularidad a esta ciudad y me iba para las librerías de viejo del parque C., y allá compraba libros baratos de autores geniales como Dostoievski, García Márquez, Onetti, Henry Miller, algunos de los cuales todavía no he leído. En una de esas librería encontré al profesor d'Arbó (El inmenso poder de la hipnosis) y a Joseph Murphy (Los milagros de su mente). Doy gracias a la vida por ello.

Un día decidí salir a correr todas las noches por la carretera a las afueras del pueblo. Después de realizar unos ejercicios de calentamiento en casa, me iba caminando hasta la salida del pueblo y con trote suave me internaba en la oscuridad de la carretera. Me llevaba dos botellitas de agua en cada mano. Sudaba como un caballo. Aumentaba la distancia cada semana, los domingos. Tengo que decir que empezaba a correr a las siete en punto de la noche. Luego de pocos meses dejé de hacerlo en la noche y me levantaba en la madrugada; a las cuatro en punto estaba allá, y me internaba en la oscuridad. Después, ya con el día claro, volvía a casa, me cambiaba la ropa sudada, me tomaba un jugo de zanahoria preparado por mi madre y me iba para el gimnasio. Duré siete meses en esta "penitencia". Todo salió bien, aunque recuerdo una caída que me pegué en una curva, cuando corría de noche; me golpeé duro la rodilla contra el pavimento, las botellitas de agua cayeron rodando sin destaparse. No me paré enseguida. Me quedé un momento derrumbado en el suelo, atontado y cansado. Cuando me paré, fui por las botellitas de agua, que no habían caído muy lejos, y seguí trotando. No recuerdo más caídas.

La gente pensaba que estaba loco, enfermo. Tenían razón: estaba deprimido y furioso. Aun así, iba a fiestas; bailaba, pero no tomaba. Me había dejado crecer el pelo y la barba. No hacía caso a nadie. No creía en nadie, sólo en mí.

Han pasado como tres o cuatro años desde aquello, y todavía sigo en la lucha. También he sido jardinero en una finca, recolector de café, vigilante, camarero de hotel. Me falta ser pirata, obrero en una planta industrial o en donde sea.

Si vas a morir, muere peleando.


domingo, 10 de junio de 2018

Lecturas


Es de madrugada, son las cinco y me he puesto a escribir. No he dormido nada. Estaba en una discoteca y llegué hace poco a la casa. No estoy borracho; estoy sobrio. No me tomé ni una cerveza, sólo bailé.

Qué es lo que iba a escribir?

Sigamos. En estos días leí Eugenia Grandet, de Balzac. De Balzac tengo esta que leí y La piel de zapa.

Mas no me puse a leer La piel de zapa; cogí una novelita de Cormac McCarthy llamada La oscuridad exterior.

Tengo hambre, más luego voy a ir a la cocina a ver qué hay de comer.

Mis papás duermen ahora en el otro cuarto. Se despertaron cuando llegué. No me llevé la llave y mi mamá me abrió la puerta.

Me quité la ropa y me puse una pantaloneta, estaba sudado. Ya me refresqué.

Bailé con dos mujeres nomás. La primera una morena simpática caribonita y gordita que bailaba suavecito. La segunda era más pencuda, más gruesa, basta; le pregunté cómo se llamaba mientras bailábamos. Diana, dijo. Tenía cierta expresión de cansancio en la cara pero bailaba fuerte, chocando duro. Se me paró la verga. Traté de disimular la erección agachándome de modo que su enorme trasero me pegara más arriba. Pensé que si no hubiesen estado los viejos, la habría traído para acá. Pero ¿cómo, si no tenía ni para regalarle tan si quiera una cerveza? Grave grave. Hay que salir con dinero, C. A., de lo contrario no salgas. Sólo fui a bailar. Sí, pero de todos modos.

La verdad es que llevé muy poquita plata. Pagué la entrada y el resto se fue en dos geitores. Y la noche apenas empezaba.

Ah, los Diarios son para escribirlos todos los días. Por eso se llaman Diarios. Yo no escribo todos los días; o no me he puesto a escribir todos los días. Este es un Diario virtual. Y por ahora no tengo internet aquí. Trato de escribir lo esencial en forma de "cuentos" o como se me venga en gana.

miércoles, 30 de mayo de 2018

Los días en que ocurren cosas extraordinarias


Una noche de sábado, estando en el Centro de la ciudad, sentado en una plataforma de concreto al borde de una plaza, vi a un señor con aspecto de vagabundo que irrumpió a través de esta y se plantó en medio. El tipo tenía una hoja de periódico en la mano, y de repente comenzó a extenderla en el aire para luego hacer gestos fuertes y precisos con el brazo, gestos cómicos; los acompañaba con siseantes sonidos de su boca. Y a pesar de la burla que su histrionismo suscitaba en el público, él siguió con la interpretación totalmente concentrado y serio. Sus burdos movimientos provocaban la risa en muchos de los que lo veíamos. Parecía sólo la mera y vulgar actuación de un loco de calle. Luego dobló el papel periódico en forma de ramo de flores y metió por el hueco de arriba unas latas de cerveza vacías. Efectuó de nuevo los potentes movimientos con el brazo, siseando, y cual no fue la sorpresa al ver que las latas de cerveza habían desaparecido cuando desplegó el papel. Esto sumió a toda la plaza en un silencioso estupor. Ya no nos reíamos; estábamos asombrados. Lo más impresionante fue lo del cigarrillo. Puso uno en el suelo, luego lo cogió, se lo llevó a la boca y dio unas cuantas caladas. A continuación vimos que su boca, en una mueca rápida, se comió el cigarrillo; todos vimos cómo lo masticaba; una muchacha que estaba cerca le dio una cerveza, y él se tomó un buche. Lo más increíble fue que, luego de desafiar las leyes naturales de la física, hiciera aparecer el cigarrillo intacto, prendido, en su boca. Cuando terminó recogió dinero, y hasta se puso a cantar para un grupito de amigos que le dio un billete de $10.000. Su canto no era lo mejor del mundo: tenía la voz gruesa y rasposa. Pero muchos se pusieron a su alrededor y lo aplaudían. Había despertado tanta emoción e hilaridad, que algunos de los del grupito se colocaron detrás de él para bailar al son de su canto; un señor con un tarro a manera de tambor y un vendedor de alhajas con una especie de percusión en la mano se habían acercado para acompañarlo. Tal era su capacidad de atracción. Luego, al terminar, se escabulló entre la gente y se fue. Algunos vimos cuando se alejaba, contando el dinero recogido.

Eso ocurrió a las once de la noche aproximadamente. Me quedé allí un rato más. Luego me dirigí a la playa y allá me senté en una silla playera frente al mar oscuro, escuchando las olas, viendo a lo lejos, a mi derecha, las luces de la ciudad. En la madrugada, cuando ya iba a amanecer, regresé a casa.


Ahora veamos este capítulo de los Evangelios apócrifos, titulado Gorriones hechos con barro:

1. El niño Jesús, de cinco años de edad, jugaba en el vado de un arroyo, y traía las aguas corrientes a posar, y las tornaba puras en seguida, y con una simple palabra las mandaba.
2. Y, amasando barro, formó doce gorriones, e hizo esto un día de sábado. Y había allí muchos niños que jugaban con él.
3. Y un judío, que había notado lo que hacía Jesús, fue, acto seguido, a comunicárselo a su padre José, diciéndole: He aquí que tu hijo está cerca del arroyo, y, habiendo cogido barro, ha compuesto con él doce gorriones, y ha profanado el sábado.
4. Y José se dirigió al lugar en que estaba Jesús, lo vio, y le gritó: ¿Por qué haces, en día de sábado, lo que no está permitido hacer? Pero Jesús, dando una palmada, y dirigiéndose a los gorriones, exclamó: Volad. Y los pájaros abrieron sus alas, y volaron, piando con estruendo.
5. Y los judíos quedaron atónitos con este espectáculo, y fueron a contar a sus padres lo que habían visto hacer a Jesús.


Un fragmento de Sexus, novela escrita por Henry Miller, dice:

"Así pues, era sábado por la mañana, y para mí el sábado ha sido siempre el mejor día de la semana. Vuelvo a sentirme vivo, cuando otros están muriéndose de cansancio; para mí la semana comienza el día de descanso de los judíos." p., 5. Editorial Seix Barral.


Todo esto no ha hecho más que despertar mi curiosidad. En el día sábado suelen acontecer cosas extraordinarias. ¿Por qué? ¿Cuál es el misterio de los sábados? Se inician mis investigaciones.

La comedia humana - William Saroyan


Las letras del libro son menudas, pálidas, sus páginas tienen un color amarillento y huelen a galleta de vainilla; la cubierta es de cuerina roja, tiene pintado un cuadrado negro en la portada y, dentro, en letras doradas y grandes, está escrito el título, La comedia humana; por fuera del cuadrado, arriba, también en letras doradas, el nombre del autor, William Saroyan, y debajo del cuadrado, BIBLIOTECA GRANDES ÉXITOS.

El libro lo compré en una librería de viejo hace rato y hasta ahora no me había puesto a leerlo. Es una obra plena de emociones, en apariencia inocente, pero escrita con inteligencia, que no dice explícitamente lo que está sucediendo sino que lo sugiere para que el lector saque a la luz, si cuenta con la "malicia" necesaria, la realidad subyacente. Cuando me organice bien bien lo voy a montar en mi canal de youtube.

viernes, 18 de mayo de 2018

El Padre Yorick



Dedicado a todas esas ovejitas inocentes



Ese domingo, al mediodía, se acababa de oficiar la misa en la iglesia de San Carlos, en Villa del Tupe. Los feligreses se levantaban de las banquetas de madera lustrada y se dirigían a la salida conversando entre ellos. No así una joven de aspecto delicado y tímido, de piel blanca, largo cabello negro y ojos de color azul oscuro, que vestía un traje acampanado y grisáceo que acentuaba aún más su puritanismo. Esta chica, en vez de ir hacia la salida, se acercó al púlpito. Allí el sacerdote había terminado de recoger unos papeles y los había metido entre las páginas de la biblia; daba media vuelta cuando, a su espalda, escuchó la voz de la joven.

-Padre Yorick.
-Hija mía -dijo el cura, volviéndose.
-Es que quería hablar con usted.
-¿Sí?
-Bajo confesión...
-Bueno, déjame guardar unas cosas y ya estoy contigo. Espérame en el confesionario.


Sacerdote: Alabado sea Jesucristo.
Feligresa: Sea por siempre alabado.
S: ¿Cuándo fue la última vez que te confesaste?
F: Hace como dos semanas.
S: Y ¿qué pecados has cometido?
F: Verá, Padre. Lo que pasa es que en estos días he experimentado ciertos cambios... en mí.
S: ¿Qué tipo de cambios?
F: Me da un poco de vergüenza.
S: No tengas pena, hija. Dime lo que quieras decirme sin ningún temor. Soy tu sacerdote. Ya sabes que en mí puedes confiar plenamente.
F: Padre, hace poco tuve un sangrado por ahí abajo. Tengo miedo.
S: ¿Por dónde?
F: Pues... por ahí abajo.
S: ¿Es decir, por tus partes?
F: Sí.
S: ¿Nunca te había pasado antes?
F: No.
S. ¿Qué edad tienes?
F. Quince años, Padre.
S. Bueno, estás en la etapa del desarrollo. A todas las chicas les ocurre. Te ha venido la menstruación. Todos los meses, de ahora en adelante, te va a bajar sangre por ahí. Es natural. Los cambios propios de la adolescencia. Las caderas se te ensanchan, los senos te aumentan de tamaño, te sale vello ahí abajo, la cara se te brota de acné. En fin, cambios miles. ¿No has hablado con tu madre?
F: Me da vergüenza, Padre.
S: ¿Y con tus amigas?
F: No.
S: ¿No tienes amigas?
F: Sí, pero no he hablado con ellas de esto.
S: Bueno, a fin de cuentas tampoco ellas sabrán mucho acerca del tema. 
F: Padre, no sé qué hacer. Estoy muy confundida. Sobre todo, porque también he sentido..., no sé cómo decirle.
S: ¿Deseos?
F: Eso, creo. Es algo muy fuerte. A veces los senos se me endurecen en las puntas y siento un calor por todo el cuerpo. Una mañana, Padre, me desperté en mi cama, y al tentarme ahí abajo, vi que tenía la pantaleta empapada de una sustancia babosa.
S: ¿La oliste?
F: No. Me dio asco.
Silencio.
F: ¿Padre?
S: Aquí estoy, hijita.
F: No sé qué será eso. Me siento confundida.
S: ¿Has tenido sueños eróticos?
F: ¿Sueños eróticos?
S: Sí, sueños en los que tú y alguien más juegan desnudos.
F: No, Padre; la verdad es que no recuerdo.
S: ¿Te has masturbado?
F: ¿Cómo?
S: Que si te has frotado la vulva con los dedos.
F: Bueno, sí. ¿Es malo hacerlo?
S: ¡Por Cristo! Es pecado mortal. Hija, me parece que el maligno te ha poseído.
F: ¿El maligno, Padre?
S: Sí. Es La Ninfa, un demonio que hace que te de fiebre.
F: ¡No me diga eso, Padre! ¿Qué es lo que me sucede? ¿Es peligroso?
S: Si no te exorcizo pronto, sería muy pero que muy peligroso. Yo puedo curarte.
F: Dígame qué tengo que hacer, ¡por favor!
S: Calma, calma. Escúchame con atención. Más tarde, como a las cinco, vas a venir a la iglesia y vas a entrar por la parte de atrás, ¿entendido?
F: Sí.
S: La puerta estará sin seguro. Así que entras y la cierras. Yo voy a estar adentro en la sacristía, esperándote. ¿Vas a venir?
F: Sí.
S: Nos vemos entonces. Ve con Dios.



En la tarde. La joven llevaba ahora un vestidito camisero sin mangas de color amarillo. Cuando estuvo ante la puerta trasera de la iglesia, vio que estaba un poquito entreabierta, empujó con la mano y entró. En seguida cerró la puerta, pasando el cerrojo.

En la iglesia no había nadie salvo el cura. Estaba arriba sentado ante un escritorio, y contabilizaba las ofrendas recibidas de la semana. Cuando sintió, afuera, que cerraban el cerrojo, se levantó y se acercó a la ventana. Abajo, por el camino del patio, avanzaba la joven adolescente, hermosa y virginal, con su vestido amarillo y su cabello largo y negro agarrado de una moña por detrás. El cura se apresuró a desocupar el escritorio, luego fue y abrió la puerta, salió al pasillo y bajó por las escaleras hasta el patio para recibirla. Luego, los dos subieron al segundo piso y se metieron en la sacristía. El cura cerró la puerta tras de sí.

-Bueno, aquí estamos -dijo.
-Padre Yorick, dígame cómo hago para curarme de eso que usted mencionó al mediodía.
-¿La fiebre de La Ninfa?
-Eso mismo.
-No te preocupes. Lo primero que tienes que hacer, es relajarte.

El sacerdote se acercó a la joven y le dijo que cerrara los ojos, y ella, obedientemente, los cerró. Luego la llevó hasta el escritorio y la sentó en él.

-Acuéstate -le dijo.

Ella se acostó. Entones, él le agarró el borde del vestido. Las manos de ella lo atajaron.

-¿Qué está haciendo, Padre Yorick?
-No te muevas -dijo él.

Ella, confusa, insegura, sin entender nada, quitó las manos y él procedió a subir de nuevo el vestido. Tenía las piernas blancas, los muslos lisos, firmes, la carne tierna. El sacerdote se excitó. A medida que le subía el vestido a la joven, él se iba poniendo más y más caliente. Fue subiendo el vestido hasta dejar al descubierto la tela color beige de la pantaleta. Vio un bulto gordo, con finos vellos negros saliéndose por los costados, sobre la piel blanca.

-Ahora, voy a quitarte esto -dijo el Padre mientras le agarraba el borde superior de las bragas. Se las quitó alzándole las piernas.

-Déjalas así -le dijo.

Había un montoncito de vello encima del clítoris sobresalido. El cura posó su mano en el vello. La joven trató de inquirir algo, pero él levantó la cabeza para decirle que no se moviera, que no abriera los ojos sino hasta después de avisarle. Y volvió a lo suyo. Con los dedos índice y pulgar le abrió los labios de la vulva. Por dentro era sonrosada. En el fondo contempló una capita de piel que parecía elástica. El cura le tracuteó las paredes vaginales. Luego, inclinando la mitad del cuerpo hacia delante, metió la cabeza entre sus piernas y comenzó a lamerle el sexo. Le pasó la lengua de abajo hacia arriba, primero suave, después rápido, y la metía y la sacaba como un animal de sangre fría. Dibujaba círculos alrededor del clítoris. De pronto sintió en su boca una sustancia viscosa que no era saliva; eran los efluvios naturales de aquel sexo. Sintió el sabor en la lengua. Era un sabor insípido y nada especial, pero a él le sabía a gloria; era un tanto salobre, pero a él le parecía dulce. En eso ella le había cogido la cabeza con las manos y, soltando tenues gemidos, le acariciaba los cabellos como si estuviera haciendo un masaje.

Ya está lista, pensó el cura.

Se enderezó. Cogió las piernas de la joven y las inclinó hacia su débil cuerpecillo. La joven estaba en popa, con los talones arriba. El Padre Yorick, entonces, se llevó las manos al cinturón y se lo desabrochó, desabotonó el pantalón y se lo bajo con el pantaloncillo. Ahora tenía su pene erecto, erguido frente a la vulva de la muchacha. Pero ella no podía ver lo que tenía enfrente porque sus ojos estaban cerrados. Era un pene grueso, moreno, ligeramente curvado hacia la izquierda, que medía como una cuarta. El Padre se lo agarró y lo acercó a los labios vaginales. Lo deslizó de arriba a abajo, de abajo a arriba, y humectó el glande con la lubricación de ella. El cura recordó unos versos:

¡Cuánto mejores que el vino tus
amores,
Y el olor de tus ungüentos que todas
las especias aromáticas!

Intentó meter el pene. Sólo cabía la cabeza y un poquito más. Luego lo fue empujando lentamente a través del vello húmedo y sedoso de los labios mayores y lo introdujo hasta la mitad. Escuchó un quejido. Miró el rostro de la joven; vio que tenía la boca abierta y el ceño fruncido en una mueca de dolor y placer mezclados. Suavecito comenzó a meter y a sacar el pene mientras le masajeaba el clítoris con el pulgar. Le pasaba la otra mano por el abdomen. La joven lubricaba más y más cada vez que el cura hacía una presión. Entonces embistió con un golpe rápido, sacó y metió la verga hasta el pegue. Algo tronó. La sangre se esparció por el escritorio. No mucha. La joven aumentó los quejidos y el cura le tapó la boca sin dejar de penetrarla... Hasta que se vino, dentro de ella. Luego sacó el pene, se lo limpió con cualquier cosa, y se alzó el pantalón. A ella le puso la pantaleta.

-Ya puedes abrir los ojos -le dijo.

La joven los abrió. Estaba un poco mareada. El Padre la ayudó a incorporarse, la ayudó a que se bajara del escritorio. Al hacerlo, no percibió que el vestido amarillo, impoluto hasta hace unos momentos, estaba ahora ligeramente manchado de sangre.

La joven se llevo una mano a la frente.

-¿Se te quitó la Fiebre? -le preguntó el cura.
-No sé, creo que no.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Relato escolar



Nos quieren dóciles, brutos, analfabetas,

espiritualmente pobres en el infierno.

 

Al recordar mi época de bachiller en mi pueblo natal, es inevitable que la figura de María Camila aparezca en mi mente como un rayo. De todas las compañeras del salón, y quizá del colegio entero, ella era una de las más bonitas. Tenía los ojos marrones, la piel clara, el cabello de color castaño oscuro y bien liso. En su cara ovalada sobresalían los cachetes, unos cachetes rellenos, tersos, y si sonreía se le formaban dos hoyuelos a cada lado. Al principio, cuando iniciábamos sexto grado, su porte era normalito, al igual que el de todos los demás; se podría decir que todos medíamos lo mismo. Pero pasados dos o tres años se había convertido en una reina de belleza que no necesitaba tacones, ganando también en anchura. Había cogido cuerpo de tal forma que a muchos se nos paraba el güebo con sólo verla; por encima de la ropa, los senos se le veían voluptuosos, paraditos, las caderas se le habían ensanchado y las piernas le habían engruesado. Estaba de ataque.

     Tenía enamorados por todo el colegio. La mayoría bobos que le regalaban cualquier cosa para conquistarla. Pero, a parte de una linda sonrisa cuando recibía los detalles, no les daba ni la hora. Pronto unos cuántos supimos que no le interesaban las relacioncitas melosas. Un día (inolvidable además, por todo lo que sucedería después), el Braulio se apareció ante nosotros y en voz baja, como si fuera un secreto, dijo:

     - ¡Oigan les tengo la última!

     Iván, el Pepe y yo nos lo quedamos viendo. Estábamos sentados en el piso de uno de los pasillos del colegio. Era el descanso. Braulio se tumbó en el suelo junto a nosotros y siguió con el chisme.

     -Por ahí me contaron que encontraron a María Camila detrás del aula múltiple con un pelao de undécimo.

     Que encontraran a fulano con mengano detrás del aula múltiple ya sabíamos qué significaba.

     -¿A María Camila? –soltó Iván.

     -Sí. Hasta el tope.

     -Nojoda –dijo el Pepe-, conmigo no quiso irse a culeá el otro día que la convidé. La muy malparida.

     Nos echamos a reír. El Pepe era un changonguero.

     Braulio: Con esa jodedera tuya ¿quién te va a tomá en serio?

     Pepe: Si se lo decía en serio menos hubiera aceptao.

     Iván: ¡Eso es lo que tú no sabes!

     Le pregunté a Braulio quién le había contado lo de María Camila.

     -Unos vales que fueron a fumá por allá i’que los vieron, i’que cuando ellos llegaron, el pelao, un tal Franklin, la tenía en popa dándole clavo. María Camila se subió en seguida la pantaleta y se bajó la falda. El otro i’que quiso como agacharse, pero ya estaban pillaos.

     -Lástima no haber estao ahí pa´ tomarles una foto –dijo el Pepe.

     -No te hubiera dao tiempo –dijo Braulio-; porque i’que cuando los encontraron se fueron de una por el otro lao. Además, ¿yo qué hago con tomá fotos a una pareja culeando?; nojoda, yo los grabo. Si los vales hubieran sentío algún ruido algún visaje o alguna vaina, seguro que los grababan.

     -Hasta yo –dije.

     -¿Pa’ hacerte un pajazo, qué? –dijo Braulio.

     -Qué va –dije-, yo no tengo necesidad de eso. Aquí el pajero es el Iván, jajaja.

     -Al menos me tiro mis pajazos –dijo él-, y no voy a mamarme las burras de mi abuelo.

     Los demás gritaron:

     -¡Yeeeerdaaaaaa!

     -Me las mamo y qué –dije-; mamo burra, vaca, puerca y lo que se me atraviese, y a ti también te culeo como te me pongas en cuatro. Tú no sabes lo que es una chucha de ninguna especie; tú eres el Pajero Loco, jajajaja.

     -¿Qué es lo que es? –dijo Iván. Él se prendía rápido-. ¿Quieres peliá?

     -Como tú las quieras las quiero yo –le dije en serio, pero conteniendo la risa.

     Iván se paró, estaba al otro extremo.

     -Ustedes sí son maricas -dijo el Pepe-. Dense besitos ahora, ejche.

     -El Iván no le aguanta un raun al Carlo –dijo Braulio-. Te apuesto veinte mil a que Carlo le parte el chiquito.

     Yo, burlón, miraba a Iván de pie. Te juro por mi madre que sólo estaba jugando, no pensé que después se me fuera a venir encima.

     -¡¿Quién parte la patilla?! –gritó el Pepe.

     -Yo –dije.

     Iván apretó los puños. Hubo un silencio tenso. El Pepe continuó:

     -¡¿A quién le echas las conchas?!

     En lugar de decir: a la vieja choncha, lo que dije fue:

     -A Mirta.

     Mirta era (o es, aunque no sé si aún vive) la mamá de Iván. Y para qué fue eso... Como si le hubiera mentado la madre al mismo diablo. Bueno, no tan diablo. Corrió y se abalanzó sobre mí y nos enmancornamos como dos sanguijuelas. Era bastante ágil con las manos; pero yo era más fuerte y, como él, también rápido. Caímos al suelo. Por supuesto, él abajo y yo arriba. Forcejeando lo agarré por el cuello con una mano y con la otra intentaba cubrirme y darle duros puñetazos en la cara, en las costillas, en donde fuera. Braulio intentó apartarnos y el Pepe dijo: “¡Déjalos, déjalos que se quiten la rasquiñita!” Pero yo no tenía ninguna rasquiñita. Era nomás el mero placer de golpear a alguien lo que sentía. Alrededor de nosotros se había formado un corro de alumnos que gritaban: “¡Ahí, no lo sueltes!” “¡No te dejes!” “¡Dale duro!” Y no sé cómo podía oír lo que decían; por dentro yo no sentía la mínima rabia, y aun así le daba con todas mis fuerzas unos puñetazos precisos y secos en la cara. Entonces el Pepe con Braulio vinieron y ahora sí me jalaron por los brazos. Iván ya estaba todo ensangrentado.

     -¡Lo vas a matá! – dijo el Pepe.

     -Hey, marica, te pasaste –dijo Braulio.

     A Iván lo estaban ayudando a levantar. Tenía la cara hinchada, manchada de rojo al igual que el suéter, y gimoteaba como la nena que era. El coordinador académico, el tipo más homosexual del mundo, con sus delicadas maneras llegaba en este momento apartando alumnos con el brazo.

     -Pero, ¿qué pasó aquí? –dijo, con una voz como si tuviera un pedazo de pene atravesado en la garganta. Miró a Iván y dijo-: Por favor, que alguien lo lleve a la enfermería. –Y dirigiéndose a mí-: Carlos, ¡la verdad es que ya no sé qué hacer contigo! ¡Dándote de trompadas con todo el mundo! ¡Mira cómo lo dejaste! Acompáñame a la rectoría.

     Y dejando a la turbamulta dispersa en el pasillo, fuimos allá.

 

     La rectora estaba acomodando unos papeles en su escritorio cuando entramos. Antes el coordinador había tocado la puerta, la cual permanecía siempre abierta y, con aquella impostación que tanto me irritaba, dijo:

     -¿Tienes un minuto?

     -Adelante.

     Entramos. Cuando fui a sentarme en una silla el coordinador me lo impidió. Él también se quedó de pie. Comenzó:

     -Tenemos un problema con este alumno, Bárbara. Lo acabo de encontrar en el pasillo dándose golpes con un compañero. Y si vieras de qué ma...

     -¿Otra vez, Carlos? -cortó la rectora. Y preguntó al coordinador: ¿Dónde está?

     -¿Quién?

     -El otro alumno.

     -En este momento –dijo el coordinador-, debe de estar en la enfermería. Tienen que curarle las heridas que este personaje aquí presente le causó. Si vieras cómo lo dejó.

     La rectora soltó los papeles que tenía en las manos y se dirigió a mí con estas palabras:

     -Ay, Carlos, ay, Carlos. ¿Cuándo vas a aprender que uno no puede andar por la vida peleándose así como así, por deporte? –Se dirigió al coordinador-: ¿Cómo está el otro muchacho, Francisco?

     -Será mejor que tú misma lo veas –dijo.

     -Hazme el favor de traerlo.

     El coordinador salió y a los quince minutos aproximadamente ya estaba de vuelta con el Iván, que no se había cambiado el suéter manchado de sangre.

     -¡Por Dios! –exclamó la rectora al verlo-. Carlos, ¿cómo es posible que te hayas ensañado con él de esta manera? Bueno y, ¿no se supone que ustedes andan juntos para arriba y para abajo? –Hizo una pausa, luego continuó-: Si así eres con tus amigos, ¿qué se deja para el resto?

     Yo permanecía callado. La verdad es que me importaba un culo lo que pensara la rectora.

     -Quién de los dos va a empezar a contar qué fue lo que pasó. A ver, los escucho –dijo.

     Iván se puso a hablar:

     -Estábamos sentados en el pasillo, y de repente él empezó a decirme que yo era un pajero y un poco de cosas más. A mí me dio rabia y por eso peleamos.

     -¿Y qué más te dijo? –le preguntó la rectora.

     -No, eso: que yo era un pajero.

     -¿Ajá? –dijo el coordinador-, ¿eso fue lo que te molestó?

     Hubo silencio en la oficina. El coordinador volvió a tomar la palabra:

     -Uno tiene que ser tolerante, Iván, porque si te pones a hacerle caso a todos los insultos que te dicen... Si te pones a corregir el mundo... – no siguió la frase.

     Iván levantó la voz: <<¡Pero es que Carlo se pasa!>>. Entonces yo dije:

     -¿Puedo hablar?

     -Pero sin groserías –dijo la rectora.

     -Mire, estábamos ahí en el pasillo Iván, el Pepe y yo.

     -"El Pepe", no -dijo la rectora-; es José. 

     -Bueno, estábamos en el pasillo Iván, José y yo cuando en eso llegó el Braulio y nos pusimos a hablar de todo un poco ¿ya? En una de esas le dije a Iván que era un pajero, luego Iván me llamó burrero a mí y yo comencé a decirle otra vez pajero y el Iván se emputó. Nos fuimos a las manos porque el Jose dijo ¿quién parte la patilla? Y dije que yo.

     -Ay, Dios -dijo la rectora.

     -El Jose preguntó que a quién le echaban las conchas y yo respondí el nombre de la mamá de Iván.

     El breve silencio que se produjo lo rompió la rectora.

     -Oigan -dijo-, ¿ustedes por qué no se respetan, ah? 

     -Lo que pasa es que Iván no aguanta juego -dije-. Todo se lo toma en serio. Fue él quien me buscó la pelea, y la verdad es que si a mí alguien me busca la pelea, al que sea se la doy.

     -¿No será que estás en el lugar equivocado? –me preguntó el coordinador. Mas, no fue en realidad una pregunta; fue como si quisiera ponerme a reflexionar sobre algo. Hasta el día de hoy no sé qué carajos me quiso dar a entender. Me dieron ganas de decirle: <<¡Tu maldita madre fue la que estuvo en el lugar equivocado cuando se la culiaron, perro hijueputa!>>, pero me quedé callado.

     -Bueno, Carlos –dijo la rectora-, en todo caso, no es la primera vez que Francisco te trae acá por este tipo de problemas. La vez pasada te dijimos que si volvías a reincidir, no te la íbamos a pasar. Mucho menos ahora, en vista de lo que le has hecho a Iván, ¡pero míralo! Parece obra de un criminal. –Hizo una pausa y continuó-: A él lo vamos a dejar exento de castigo. Tú, en cambio, quedas expulsado definitivamente del colegio.


lunes, 7 de mayo de 2018

Un canto a la fertilidad





Vivo por la Terminal de Transporte, en un barrio que se llama Portales del cielo, situado a orillas de la avenida La Cordialidad. Pese a ser una de esas modernas edificaciones de interés social construidas para gente de escasos recursos, guetos de pequeños apartamentos adosados y pasillos estrechos, la vida aquí es llevadera, grata.

El bloque del conjunto en el que vivo está a la orilla de la avenida, y lo conforman dos hileras de apartamentos de cuatro pisos, adosados al aire libre. Estas hileras se conectan entre sí por medio de escaleras de concreto, las cuales ascienden en zigzag hasta una azotea, deteniéndose antes en cada uno de los pisos del bloque. En cada planta la escalera posibilita el acceso a cuatro apartamentos. Los dos del pasillo se miran de frente; a los otros dos, la pared que resguarda la escalera les impide la vista, y sólo desde la ventana de uno de los cuartos se pueden ver. Estos, sin embargo, tienen una terracita *privada* que los apartamentos del pasillo no disfrutan. En compensación, ellos gozan de más libertad. Los que vivimos en los apartamentos de al lado estamos un poco enjaulados. 

(Hay una ventanita alargada y doble adyacente a la puerta de entrada, es de vidrios transparentes y sólo uno se puede correr; el otro permanece estático. Muchos apartamentos tienen estos vidrios polarizados (en color negro, azul, y verde las menos). Otros, como yo, simplemente los han dejado así transparentes y aun sin ninguna cortina puesta, de modo que uno cuando sube o baja las escaleras del pasillo puede ver ya sea si están lavando los corotos, preparando comida en la cocina, junto al lavaplatos, o en el cuarto haciendo cualquier cosa. Desde el piso superior o las escaleras se contempla mejor la película.)



*****

No pasé la noche aquí. Serían quizá las seis de la mañana ya cuando llegué a mi apartamento. Saqué la llave del bolsillo trasero del pantalón y abrí la puerta. Entré, fui al baño, oriné y bajé la palanca del inodoro. En el lavabo me lavé la cara con bastante jabón, me sequé las manos con una toallita y me las llevé a la nariz. El olor vaginal que tenía todavía impregnado se atenuó. Fui a la cocina, agarré un vaso y tomé un poco de agua de la nevera. En seguida puse el vaso en el escurridor y salí al pasillo. Desde allí miré en diagonal hacia el segundo piso de las escaleras contiguas. El apartamento de los viejitos estaba cerrado, pero vi la ventanita abierta. Bajé los escalones. Llegué a la escalera contigua y subí al segundo piso. Ya en el pasillo di unos pasos a la izquierda y toqué la puerta del apartamento de los viejitos, queriendo que la nieta de ellos me abriese. La nieta de esos señores es una nena de piel tierna y apelmazada como el pan, cabello y ojos negros, su carita redondeada tiene una expresión inteligente que seduce. Me incliné sobre el muro del pasillo para ver por la ventanita (ésta queda en el vacío) y vi que no había nadie. Toqué otra vez. Esperé. Nadie respondía. Volví a mirar. Nadie. Tampoco se escuchaba nada. Toqué de nuevo. En eso dos muchachas habían bajado hasta el primer piso por las escaleras de enfrente y pasaron debajo del pasillo por el otro extremo. Las dos viven en el apartamento que está frente al mío, en el cuarto piso. Nunca he tratado con ellas. Mientras tanto, no se oyó ruido alguno en el apartamento de los viejitos. Me fui. Y en vez de subir a mi apartamento, me dirigí a la tienda. Hoy domingo era poco probable que estuviera abierta a esa hora, pero, guardando una remotísima -¿absurda?- esperanza, caminé hasta allá. En efecto, estaba todavía cerrada. Los domingos no abren desde temprano; algunas ni abren. Me volví para el apartamento.

Cuando llegué me quité el buzo, los zapatos y las medias. Me metí al baño. Tenía los pies sudados y pegachentos por la arena de la playa, y olían feo. Me di un baño y me lavé por todas partes hasta quedar bien limpio. Salí del baño y fui a mi cuarto a acostarme. No me dio sueño, comencé a pensar en todo lo de anoche; entonces me paré, fui al otro cuarto, cogí la guitarra que estaba encima del escaparate y regresé a mi cuarto. Ahora, tumbado en la cama, toqué canciones de Ed Sheeran y Manuel Medrano. Me puse a cantarlas. De las canciones románticas pasé luego a los vallenatos. La voz se me había calentado, aunque a veces se me quebraba por efecto del cansancio. Afuera, en algún apartamento del bloque, comenzaron a poner música; luego en el barrio de al lado también y ya no hubo más silencio para mí.

Al rato me levanté y fui a poner la guitarra donde estaba. Los hechos siguientes no los alcanzo a recordar de la manera ordenada y sistemática en que ocurrieron. Pero recuerdo que fui a la tienda (ya la habían abierto), y estando allí saludé a un vecino que llegó con su hija en brazos. La hija del tendero paisa, Lineth (una mona hermosa, bien buena y acuerpada a la que pronto voy a poner a gemir de placer), me preguntó qué quería. Yo le dije Dame una paleta de coco y dos tomates de árbol, y ella, desde el fondo de la tienda repitió Una-paleta-de-coco, con su voz dulce y aniñada mientras me la despachaba. Vi que no estaba su hija allí. Abrí la paleta, era un helado en forma cónica de esos artesanales, y comencé a comérmelo. Otro vecino, este más joven que el anterior, llegó también con su hijo en brazos. Lineth me puso los dos tomates de árbol en el pequeño mostrador metálico de la reja y le di la plata; cogí los tomates de árbol y me los iba a traer en la mano, pero ella vino, me dio el vuelto junto con una bolsita y me ayudó a meter los tomates en la bolsita. Gracias, dije y le piqué un ojo. Ella me ofreció una sonrisa esplendida como de nubes de verano. Cuando me venía saludé también al vecino que había llegado después con el hijo en brazos. Lo otro que recuerdo es que fui a buscar hielo al apartamento de los viejitos (esta vez estaba la puerta abierta y había gente sentada en la sala). La señora, acompañada de su señor y de la bella y misteriosa nieta, se paró del asiento y me preguntó cuántos hielos quería. Le hice señas con los dedos. Dos. No podía hablar bien porque me comía el helado de coco. Ella entendió mi gesto manual. Aun así volví a repetírselo con una palabra ininteligible. Si al menos pudiera saber su nombre, pensé al mirar a la nieta, desviando rápidamente la mirada hacia otro lado ya que ella no dejaban de mirarme. La señora me dio los dos hielos y me pidió la plata. Yo ya había puesto los doscientos pesos adentro sobre un pretil. Se los señalé, mas no vi cuando los cogió. Yo ya me había ido.

Volví a subir los 56 escalones hasta llegar al apartamento. Los hielos los mojé para que se les despegara la bolsa, los partí con el manduco de guayacán y los eche en un termo. Luego cogí los dos tomates de árbol, los pelé y los eché en la licuadora. Después eche agua, hielo picado y azúcar de la blanca, ésta azúcar no me gusta porque los jugos saben muy dulces con ella, en cambio con la azúcar morena se siente menos intenso el dulce, por su suavidad, ¿la azúcar morena es suave? Bueno, lo que sea, para mí es deliciosa. La azúcar refinada es una estafa. Entre más refinada, contiene más químicos... ¿Por dónde iba? Eché todo en la licuadora y licué. Colé y me tomé el jugo.


Habían tres cocos rodando. Dos grandes en el escurridero de los platos (que había puesto allí ayer, después de haberme tomado su agua) y uno pequeño todavía virgen en una palangana plástica bajo el mesón. Me agaché, agarré el coco pequeño y le metí la punta de un cuchillo. No tenía casi nada de agua. Cogí los otros dos. A los tres los partí con el manduco y les saqué la carne con el cuchillo. No hay rayador, así que con el mismo cuchillo hice la carne pedacitos, y todo el coco lo eché en la palangana plástica y lo tapé con una de las tapas de vidrio de los calderos. Me lavé las manos. Me puse un pantalón y un suéter y bajé hasta el parqueadero.

Uno de los vigilantes me abrió el portón del parqueadero y pasé al otro barrio. Llegué hasta una esquina y doblé. Seguí derecho, derecho, derecho, y caminaba ya por una de las carreteras principales del barrio vecino, el cual es uno de los más peligrosos, uno de los más calientes de la ciudad. Me detuve un poco pasado de adonde iba. Al devolverme un tanto, vi que la sala de Internet estaba cerrada. En seguida, pensé en la urbanización que está al otro lado de mi barrio. Me encaminé hacia allá devolviéndome por donde había venido.

Vi que entraba un carro en ese momento al parqueadero. El vigilante me vio y con la mano le hice seña de que no cerrara el portón. Apuré el paso. Gracias, le dije al ingresar. Tomé la parte lateral y, pasando por mi bloque, seguí hasta la entrada. No sé si antes de salir me paré en la tienda a preguntar por aguacate para aprovechar y saludar a Lineth. Creo que sí llegué, pero a ella no recuerdo haberla visto.

Más adelante, por la avenida, saludé a un conocido de otro conjunto cuya madre (supongo que era la madre, pero se veía tan radiante y tan joven que parecía una hermana mayor) estaba abriendo una puerta exterior para que salieran él y una pequeña más. El pelao me saludó y dijo Hey man no has venío más por la cancha a jugar. Haciendo vueltas, le dije. Y seguí mi camino.

Ya en el otro barrio caminé varias cuadras y llegué a un café internet de puerta corrediza que tiene los vidrios azules subdivididos en cuadritos. Normalmente voy a ese; más que para entretenerme o buscar alguna información, lo hago con el solo propósito de ver a una de las hijas de la dueña, la mayor, que está rica y deliciosa. La chica que esta vez me atendió es la otra de las hijas de los dueños del café. Los dueños tienen, por lo poco que he conocido, dos hijas. Casi siempre está la trigueña alta y de buen cuerpo atendiendo, en las tardes. Ahora estaba la otra. Una con cierto trastorno corporal que la hace parecer niña, pero es mata-año, o sea, que ostenta más años de los que aparenta. Tiene el cuerpo rollizo y pequeño, la piel blanca, el cabello negro. Su rostro es como si fuera el de una muñequita de cera. Me asignó un equipo. ¿Cuánto tiempo?, me preguntó. Dame media hora, le dije. Pero terminé pidiendo más tiempo del solicitado. En total, gasté una hora y veinte minutos. Me había puesto a revisar mi canal de YouTube. Pocas vistas siguen teniendo mis vídeos. Mi canal no es muy popular; en él divulgo sobre todo contenido literario. Escuché un cuento que había subido en los últimos meses. Buena música al inicio y al final. La narración sí deja mucho qué desear. Bueno, poco a poco voy mejorando en ello. Salí de YouTube y revisé mi blog. Luego ingresé a la página de la revista El Malpensante y me puse a leer un cuento de Rubem Fonseca, llamado Romance Negro. Comencé a leerlo con atención, pero el tiempo se me acababa y no quería aumentar el saldo a pagar. Requiero de toda la tranquilidad del mundo para leer un cuento. No sé qué grado de concentración tengas tú. El cuento era un poco largo. Apenas leí unas cuántas páginas. Qué falta de respeto para con don Rubem. El aire acondicionado del local me había relajado tanto que a veces me cabeceaba. Eso, y la amanecida. El tiempo se acabó y me paré. En el momento no había nadie atendiendo. Fui a salir por la puerta corrediza. Estaba con llave. Entonces vi venir desde afuera a la chica del trastorno óseo, pero al parecer se le olvidó que la puerta tenía seguro porque hizo como para abrir, y al no abrir se fue a buscar la llave. Cuando regresó, le pregunté que cuánto le debía. $1.600. Le pagué con un billete de $5.000. Mientras reunía el vuelto, le pregunté por la otra muchacha que a veces atiende, ¿quién era ella, su hermana? Me respondió que sí. En en las mañana ella no estaba porque estudiaba en la universidad. Dicho esto me devolvió $3.300. Le pregunté de nuevo cuánto era de plata. Mil seiscientos, dijo. En ese momento se abrió la puerta y entró alguien. Reflexioné mirando el billete de mil pegado con cinta transparente, el de dos mil tirando a nuevo y las monedas lucias que me había devuelto. ¿No falta?, le dije. Ella me miró con su cara de muñequita de cera y dijo: No sé, dime si hace falta plata o qué. Yo también estaba un poco indeciso pero en el fondo algo me decía que había un desbalance. Si quieres, contamos, le dije. El señor que había entrado le pidió tiempo a la chiquilla. De repente sentí abrirse la puerta y apareció la mamá. Al vernos, preguntó qué pasaba. Y así se enteró del fraude millonario que casi me hace la hija. Faltaban $100 pesos y cuando me los dio salí de ahí.

Fui a una verdulería y busqué aguacate. No encontré. Fui a otra que estaba más cerca de la avenida. Igual. Después, antes de llegar a mi barrio, pasé por la tienda Ara y entré. No sentí la transición de calor a frío. Avancé y me detuve en la sección de frutas y verduras. Los aguacates todos estaban duros. Sólo uno había que estaba suave al tocarlo. Cuando lo estaba pagando en la caja, un hombre robusto detrás mío me dijo que allá afuera estaban a mil pesos (el aguacate que estaba comprando costaba tres mil y pico). Ya lo pagué, dije mientras me entregaban la factura. El hombre dijo: ¡dar yo tres mil pesos por un aguacate!, y siguió: ¿comprarlo en un supermercado estando más barato allá afuera? !No!... Salí del Ara con el aguacate metido en una bolsa, directo para el apartamento.

Era ya cerca de mediodía. El sol desde allá arriba brillaba recio, pero no estaba caliente; viéndolo desde el punto de vista del que no trabaja a pleno sol, se diría que estaba fresco. En el apartamento me descalcé y me quité el suéter. Quedé sólo con la pantaloneta de dril. Como estaba cerrado, hacía bastante calor adentro. Así que salí al pasillo a refrescarme y contemplar el aburrido paisaje interior del bloque. Me acerqué a la reja y puse mis manos en el tuvo horizontal de la baranda del pasillo, a la altura de mi estómago. De repente, inclino mi mirada hacia la ventanita del apartamento inmediatamente inferior y, a través del cristal transparente de la ventanita adyacente a la puerta, la veo. Una joven morena de unos veinte años más o menos, con un cuerpo imponente. Vestía un conjuntico de color blanco con motivos como de juguete, hacía no-sé-qué cosa en el lavaplatos. Una blusita de tirantes delgados, rosados, mostraba el nacimiento de sus senos redondos y túrgidos, y el pantaloncito corto y ajustado hacia arriba apretaba el potente mazo carnoso de la vulva. Una vulva de vaca. ¡Qué poder entre esas piernas! Me templó la verga de un salto. Ella terminó de hacer lo que estaba haciendo y se quitó de ahí. Yo esperé unos minutos más para ver si volvía a aparecer. No apareció. Entré a mi apartamento y me senté en una silla. ¿Qué fue eso?, me dije. No lo podía creer. Qué mujer tan excitante. Es un canto a la fertilidad. No exagero. Aunque ya la conozco. El otro día le hablé. Yo estaba ahí mismo en el pasillo, comiéndome una pera; ella echaba una ropa en un tendedero improvisado. Veía que no le ponía ganchos a la ropa. Déjame prestarte unos ganchos, le decía. Pero ella en ningún momento se tomó la molestia para decirme no o sí o púdrete; ni siquiera levantó la mirada para ver quién le hablaba. Y anoche, como a las siete, bajó al primer piso con la hija pequeña de los dueños del apartamento donde se aloja. Parece que es familia de los que viven allí. No sé si estudia. Anoche la vi cuando bajó con la pequeña. En ese momento yo subía a mi apartamento, pero no nos alcanzamos a cruzar. Arriba me eche bastante perfumen en la ropa y bajé otra vez. Cuando pasé por donde ella, le hice creer por un segundo que me iba a quedar ahí, cerca de ellas. Pero giré a la derecha y caminé dándole la espalda hasta la esquina del bloque. Mientras iba caminando saqué unos billetes del bolsillo e hice ademán de contarlos. A continuación, los guardé. ¿Vio lo que era? Tal vez. Miré a un lado y a otro de la avenida. Después me devolví, mirándola. Sus ojos parecían no mirarme. Cuando parecía que iba a llegar a ella, me miró directamente. Yo dejé de verla en el acto y doble a la izquierda sin detenerme. Subí a mi apartamento. Abriendo la puerta la miré desde arriba: en ese instante vi que levantaba la cara en dirección a mí. Entré. ¿Será que es impresionable la hembra?

Al poco tiempo salí y cerré con doble llave. Cuando ya iba bajando los escalones, un perro comenzó a subir los del primer piso. De pronto, escuché la vocecita de la niña que estaba con la muchacha. ¡Vecino! ¡Ahí va subiendo el perro, vecino! Bajé rápido y sin prestar atención. Esta vez salí por el pasillo interior del bloque. Saludé al portero de la entrada y afuera, en la avenida, tomé un colectivo que me llevara al Centro.


viernes, 4 de mayo de 2018

Diario de un libertino



03/05/2018. Ya antes había tratado de llevar un diario, y no por iniciativa propia. Eso fue en 2012 o 2013, cuando estudiaba en la universidad.

En ese entonces tenía un amigo que estudiaba Filosofía en la misma universidad. Nos habíamos conocido en un curso de inglés. Era genial conversar con él. Tenía 23 años, me llevaba uno de diferencia. Cuando nos reuníamos, me contaba sobre su experiencia en el ejercito (había prestado el servicio militar), y antes de irse para allá, me dijo, una novia suya le había dado como regalo de despedida –hizo un círculo de caracol con el pulgar y el índice- el Chiquito: el botón del culo. Yo nunca había ido al ejército y no tenía experiencias sexuales que contar, pero él sí. Hablábamos casi siempre de mujeres, de sus mujeres; o si no lo hacíamos sobre la filosofía de Pitágoras y de Schelling. Recuerdo que de este último él andaba buscando un libro llamado algo así como Sobre la libertad y otros asuntos relacionados con ella, que yo le dije que tenía. Pero la verdad es que no lo tenía. Él me lo pedía mucho. Después lo presté en la biblio... No, así no fue. Primero él me había hablado del famoso libro. Después yo lo presté en la biblioteca, y una noche cogí, le tomé un par de fotos y las monté en Facebook. Él comentó ¿es tuyo? y yo puse más abajo un sí. Total que, para resumir, terminé obsequiándole el libro pero fotocopiado. Nunca leí ese libro.

Otro día estábamos en el centro sentados en una banca del parque Bolívar, hablando, y trajo a colación el tema del diario. Me dijo que en un tiempo había llevado un diario, en el que contaba sobre todo experiencias sexuales. <<Llevar un diario es bueno>>, había señalado. <<Te ayuda a examinarte. Es como un espejo>>.  A mí jamás se me había ocurrido llevar un diario. Escuchar a ese amigo fue como una incitación, una invitación; como si me hubiera picado el bicho de la curiosidad. Y quise empezar a escribir uno. El impulso, sin embargo, prosperó muy poco entonces. No pasé de un párrafo descriptivo.


Ayer me desvelé toda la noche componiendo un cuento. Cuando lo terminé (en horas de la madrugada) no cabía de la dicha. El pensar después que si estaba malo o bueno no me dejó ya dormir el resto de la madrugada; caminé como un loco por la sala, de aquí para allá. Hasta que aclaró el día.

Después me bañé y le di la enjuagada que mi mamá me dijo que le diera a la ropa que había lavado antes de ayer, la exprimí, la puse en unos ganchos y los ganchos los guindé de un palo de escoba en la sala. Luego me vestí con un pantalón grueso, un suéter polo y unos zapatos Croydon. De la mesa de la cocina cogí unas monedas y salí a comprar hielo.

Afuera una vecina estaba en su puerta con la nieta en brazos. Saludé a la vecina, y vi que su hija, la madre de la chiquilla en brazos de la abuela, iba ya bajando las escaleras del bloque. En el segundo piso me detuve porque vi la puerta del apartamento de H. abierta. La madre de la chiquilla se paró volviéndose a medio lado mientras avanzaba por el pasillo del primer piso y, mirando hacia arriba, alzó la mano derecha para despedirse otra vez. Tenía en su antebrazo un tatuaje, como una palabra. Sólo fue una mirada, no me percaté bien qué era. Me acerqué al apartamento de H. y toqué el marco con las monedas. No había nadie en la sala. Al poco apareció una muchacha que no era H. (H. ya se tenía que haber ido al trabajo) y pregunté:

-Disculpa, ¿tienes hielo?

En el apartamento de H. no venden hielo. Este yo lo consigo subiendo las escaleras contiguas, en un apartamento donde vive una pareja de viejitos. Pero 1) vi que todavía estaba cerrado el apartamento de los viejitos y 2) quería evitar la fatiga. La muchacha abrió el refrigerador de la nevera y sacó un pedacito de hielo; me lo mostró como diciendo “esto es lo que hay”. Le dije que me lo diera. Me lo dio y le ofrecí las monedas, pero no las aceptó. Subí a mi apartamento y puse el hielo en el mesón de la cocina. Cogí dos tomates de árbol, los pelé y, junto con azúcar, agua y hielo picado, los eche en la licuadora. Cuando terminó de licuarse colé el jugo y me lo bebí. A continuación me lave los dientes. Luego agarré una carpeta blanca y la metí en el bolso. Guardé algo de plata, cogí el bolso y la llave del apartamento. Salí dejando la puerta asegurada.

Me monté en una buseta que me llevó al Centro. Allá me bajé y me encaminé a la biblioteca La Española. Cuando iba llegando a la calle de la biblioteca escuché mi nombre y volteé. Era un conocido del pueblo. Fui a saludarlo. Lo saludé y seguí mi camino.

Había unas vallas de hierro impidiendo la entrada a carros y peatones. Estaban filmando una película, Will Smith era el protagonista. A los peatones los dejaban pasar dependiendo de adonde iban. Uno de los que custodiaba allí me lo preguntó y le respondí que a la biblioteca. Pero no seguí; doble a la izquierda y traté de entrar por el otro lado. Antes de que pasara a la biblioteca por el otro lado un vigilante me dijo: <<Por aquí no se puede ingresar>>. Así que me devolví yendo por la calle cerrada.

Entré a la biblioteca. Una vigilanta estaba sentada frente a un computador. Me quité el bolso y lo puse en la boca de un aparato que se lo tragaba y lo defecaba por detrás. Yo pasé por debajo de unos paneles magnéticos. Agarré el bolso y la vigilanta se fue a sentar. Luego me pidió el número de identificación y se lo di. Lo escribió en el teclado. Ahora me pidió la identificación en físico. <<No la tengo aquí>>, mentí. Me preguntó que si tenía un papel o algo. Yo insistía en que no, pero al final me condolí (quizá por miedo a que se dilatara más mi entrada), le dije que tal vez sí tenía y fui al loker donde ya había guardado mi bolso. De él saqué mi cartera Boss de cuero y de la cartera saqué una fotocopia de la cédula y se la di a la vigilanta. Luego me la devolvió. Cuando aseguraba el bolso en el loker, me preguntó el número del loker y se lo dije.

Más adelante había una vitrina con libros. Me llamó la atención un librito de poemas de Emily Dickinson y Soy leyenda, de Richard Matheson. Seguí avanzando y llegué al patio. Doblé a la izquierda y, pasando por una dependencia llena de estantes con libros infantiles en la que vi un tanque de agua cerca de la puerta, llegué a la biblioteca. Le pedí al que atendía la biblioteca que fuera conmigo a sacar dos libros de una vitrina. Al regresar le pregunté al que atendía que si podía tomar agua del tanque que estaba en la biblioteca infantil. Me dijo que si tenía vaso, bien podía. Yo no tenía vaso, pero dejé los libros en una mesa y fui. Había un hombre semidormido sentado en una sillita en la sala infantil. Llegué al tanque y me agaché para beber. El tanque tenía agua, estaba menos de medio. Pero al presionar las llaves plásticas no salía agua, y sin poder saciar mi sed, me paré y volví a la sala de adultos. Me detuve en un estante a ver los títulos. Antología de relatos de gatos, algunos cuentos de los hermanos Grimm. Luego caminé hasta la mesa donde había dejado los libros. Los cogí. Vi un sillón de color beige que estaba al fondo y fui y me recosté a ojear los libros. El sillón era cómodo, de dos puestos, yo me tiré a lo largo, bien relajado. Como no había dormido en toda la noche, me dio un sueño tenaz. Leía, cerraba los ojos, los abría, leía, otra vez los volvía a cerrar, y así. Estaba borracho de sueño. Al rato llegó el que atendía y, pidiéndome disculpas, me dijo que no podía estar en la posición en que estaba. Me senté correctamente y el señor se fue. A los pocos minutos una chica llegó y se sentó a una mesa a leer. Yo comencé a observarla desde mi sillón. Estaba un poco lejana pero la veía de frente. No nos cruzamos la mirada ni una sola vez. Estaba super concentrada en lo suyo. Era hermosa, muy hermosa. Cristalina. Y la borrachera de sueño no se me quitaba. Dejé a Dickinson y a Matheson en una mesita de vidrio y me paré. Fui a los estantes a mirar los títulos. Había títulos de Cervantes, Tirso de Molina, José Zorrilla, Lope de Vega, Juan Marsé, Almudena Grandes, Cortázar, etc. Luego fui al computador y busqué en la base de datos libros de Rubem Fonseca. Le pregunté al que atendía que en qué estante podían estar. Me señaló uno y me puse a buscarlos pero no los encontraba. De pronto escuché la vaina. Estaban el que atendía, otro señor y un pelao joven y delgado, moreno, de cabello largo y espolvoreao con una gorra puesta. No sé lo que pasaba, pero el que atendía y el otro forzaban al joven para que detuviera algo en el computador que utilizaba. Le decían que sacara la memoria y escrutaban el computador. El que atendía se veía más desesperado que el otro. El otro seguía manejando el teclado. Alzaban la voz. Que tira, que jala, que esto, que lo otro. Luego el que atendía se puso a hablar por teléfono. El pelao joven dijo que no iba a venir más, que ni que se fuera a morir porque no viniera. Y al poco tiempo agarró su memoria USB y salió empujando la puerta de vidrio de salida. Mientras tanto, yo no encontraba a Rubem Fonseca y le pedí ayuda al que atendía, que ahora parecía calmado. Miró en la base de datos y así fue que me llevó al estante donde estaban los libros de Fonseca. Estaban Agosto, Y de este mundo prostituto y vano solo quise un cigarro entre mi mano, un libro de relatos cuyos títulos de los cuentos eran todos nombres de mujer, Diario de un libertino. En el mismo estante, además de literatura brasileña, había literatura japonesa, rusa, checa, griega. Puros clásicos. Cogí Diario de un libertino y me senté a leerlo. La chica cristalina estaba ahora de espaldas a mí. Vi su cabello brillante, su espalda pequeña. Luego me concentré y leí los primeros siete días del Diario. El protagonista es un escritor, y en los primeros apartados plantea ideas sobre lo que es un diario. Seguidamente comienza a hablar de su infancia. A muy temprana edad había perdido a sus padres. Una señora lo adoptó y lo llevó a su casa. La señora tenía tres hermanas. Había cuatro mujeres en la casa. Él tenía, en sus propias palabras, cuatro madres. Y cada cuatro años se moría una. Así, perdió la última siendo un adolescente. Entonces un señor llegó a la casa diciendo que era primo lejano, y que de ahora en adelante se iba a trasladar a esa casa con su familia. El señor le dijo que se podía quedar en la casa si quería, y el adolescente se quedó. Este tenía 16 años. El señor era comerciante, y para fortuna del muchacho, tenía una hija de doce años. Ese fue su primer amor. El señor comerciante no era muy culto, pero le compraba libros a la hija para que los leyera. Ella no los leía; quién los leía era nuestro personaje, y él se los resumía a la chica. Al señor comerciante le empezó a ir bien en los negocios y se hizo acreedor de una cadena de supermercados en la ciudad, al punto de que decidió marcharse de la casa para vivir en un barrio mejor. Le dijo al joven que se iban a mudar, pero no quería que él se fuera con ellos porque sabía las cosillas que hacía a escondidas con la hija. Le dejaría la casa con una condición: que no volviera a ver a la hija. El aceptó, pues el amor entre ellos, luego de seis o siete años de idilio, se había enfriado. Ni ella ni él sufrieron con la separación. El Diario sigue con las aventuras del escritor ya adulto, cuando conoce a una mujer con la que sale y un día van al teatro y en el teatro actuaba una mujer, hermana, creo, de la mujer con la que sale el escritor-personaje. La obra representada en el teatro es Las tres hermanas, de Chéjov. La actriz y el escritor se conocen luego personalmente. Al escritor le gusta la actriz y él busca la manera de salir con esa otra mujer. El escritor-personaje comienza a hacer juicios de valor con respecto a lo que una mujer quiere de un hombre. Todo muy interesante y enriquecedor.

Al otro extremo de la mesa en la que yo estaba había dos jovencitas hablando. Una era morena, de contextura gruesa, pelo negro y crespo; la otra era trigueña, delgada, tenía el cabello castaño claro, los ojos claros, indudablemente el coño rosado, como a mí me gustan. La chica hermosa y cristalina se paró y se fue. Yo me quedé un rato más. Luego me levanté, puse el libro en su puesto y salí al pasillo. Llegué a la entrada, abrí el loker, saqué el bolso y a la calle.

Eran aproximadamente las cuatro de la tarde cuando llegué a mi barrio. Cerca había comprado unas peras que me comí en el apartamento. Hice un jugo de tomate de árbol, me lo tomé y salí para un café internet. En el café internet se me revolvió el estómago. Sonaba y yo lo escuchaba, no era sólo un sonido interno. Solté un pedo jediondísimo. El estomago se me revolvía y yo creí que me iba a ir en churria, en agüita de mierda. A la hora y media regresé al apartamento. Fui al baño: cagué. Luego empezó a darme sueño y me acosté temprano.


Temprano en la madrugada

Hace unas horas llovió. No duró mucho. Yo estaba en el primer cuarto sentado ante el computador y la fuerte brisa fría que entraba por la ve...