Ángela se levantó temprano, como todos los días. Hizo la comida de su hermano, limpió el apartamento, lavó la ropa y se bañó. A continuación, fue a la carnicería y compró carne de res, de pollo y de cerdo. Regresó al apartamento y se puso a preparar la carne. Mientras lo hacía, el hombre de su vida salió del cuarto descalzo, sin camisa, con una pantaloneta deportiva original de las que utilizan los beisbolistas grandes ligas para practicar, y que Ángela llamaba enagua, porque era grande y holgada como una falda. Él se plantó a su lado. Tenía la cara embotada, los ojos legañosos y el pelo desordenado. Sus largos brazos velludos rodearon el menudo cuerpo de ella y le dio un beso sin abrir la boca para que no le saliera el mal olor de los recién levantados. Ángela sintió la presión de su peludo y ancho pecho y su peluda y abultada barriga de cervecero. Si no fuese porque lo amaba, habría pensado que un oso la atrapaba en sus zarpas, como a un conejillo de indias temeroso y frágil. La forma de querer de él era salvaje a veces.
-¿Dónde la compraste, en la Olímpica? -le preguntó mirando la carne.
-No -respondió Ángela-. La compré en la carnicería que te dije de Villas de La Candelaria.
-¿Compraste limón?
-Unos cuántos. ¿Vas a desayunar?
-No tengo hambre -dijo él, sentándose en una silla recostada a una pared divisoria en mitad de la sala, cerca del mesón de la cocina-. Dame mejor un zumo de limón.
Ángela exprimió cuatro limones en un vaso, lo rellenó con agua fría y se lo dio.
-Era nada más el zumo -dijo él.
-Está puro -dijo Ángela.
-Échale azúcar entonces. Haz una limonada.
Ángela endulzó el agua con limón y le preguntó si la quería con hielo.
-Déjala así -dijo él.
Ángela terminó de preparar la carne y la metió en el congelador de la nevera. Le sirvió el desayuno a él. Lo dejó comiendo en el comedor y fue al cuarto que faltaba por hacer; no lo había hecho porque su pareja se encontraba allí durmiendo. Aprovechó ahora que el cuarto estaba solo y se metió. Pero cuando lo limpiaba, él entró y se acostó en la cama con un libro que agarró de un montón que había al lado, sobre una mesita redonda de pasta.
-¿A ti qué, no te gusta ver esto limpio y ordenado? -le reprochó Ángela.
-Pero si no interfiero en la limpieza -dijo él.
Ángela lo miró con un gesto de disgusto en el que se podía leer: ¿Cómo voy a limpiar y ordenar el cuarto si tú estás en la cama? La cama estaba desordenada, no podía arreglarla con él allí. Barrió y pasó el trapero apenas. Al cabo de un rato, él salió por fin del cuarto y ella pudo arreglar la cama. Él a veces la componía, pero solamente recogía la manta de taparse y medio alisaba la sábana que cubría el colchón. Ángela, en cambio, no recogía la manta sino que la replegaba por toda la cama y doblaba el borde bajo las almohadas de la cabecera, con estética.
(...)