03/05/2018. Ya antes había tratado de
llevar un diario, y no por iniciativa propia. Eso fue en 2012 o 2013, cuando estudiaba en
la universidad.
En ese entonces tenía un amigo
que estudiaba Filosofía en la misma universidad. Nos habíamos conocido en un
curso de inglés. Era genial conversar con él. Tenía 23 años, me llevaba uno de
diferencia. Cuando nos reuníamos, me contaba sobre su experiencia en el
ejercito (había prestado el servicio militar), y antes de irse para allá, me
dijo, una novia suya le había dado como regalo de despedida –hizo un círculo de
caracol con el pulgar y el índice- el Chiquito: el botón del culo. Yo nunca
había ido al ejército y no tenía experiencias sexuales que contar, pero él sí.
Hablábamos casi siempre de mujeres, de sus
mujeres; o si no lo hacíamos sobre la filosofía de Pitágoras y de Schelling.
Recuerdo que de este último él andaba buscando un libro llamado algo así como Sobre la libertad y otros asuntos
relacionados con ella, que yo le dije que tenía. Pero la verdad es que no
lo tenía. Él me lo pedía mucho. Después lo presté en la biblio... No, así no
fue. Primero él me había hablado del famoso libro. Después yo lo presté en la
biblioteca, y una noche cogí, le tomé un par de fotos y las monté en Facebook.
Él comentó ¿es tuyo? y yo puse más
abajo un sí. Total que, para resumir, terminé obsequiándole el libro pero
fotocopiado. Nunca leí ese libro.
Otro día estábamos en el centro sentados en
una banca del parque Bolívar, hablando, y trajo a colación el tema del diario. Me dijo
que en un tiempo había llevado un diario, en el que contaba sobre todo
experiencias sexuales. <<Llevar un diario es bueno>>, había
señalado. <<Te ayuda a examinarte. Es como un espejo>>. A mí jamás se me había ocurrido llevar un
diario. Escuchar a ese amigo fue como una incitación, una invitación; como si
me hubiera picado el bicho de la curiosidad. Y quise empezar a escribir uno. El
impulso, sin embargo, prosperó muy poco entonces. No pasé de un párrafo descriptivo.
Ayer me desvelé toda la noche
componiendo un cuento. Cuando lo terminé (en horas de la madrugada) no cabía de
la dicha. El pensar después que si estaba malo o bueno no me dejó ya dormir el
resto de la madrugada; caminé como un loco por la sala, de aquí para allá.
Hasta que aclaró el día.
Después me bañé y le di la
enjuagada que mi mamá me dijo que le diera a la ropa que había lavado antes de
ayer, la exprimí, la puse en unos ganchos y los ganchos los guindé de un palo
de escoba en la sala. Luego me vestí con un pantalón grueso, un suéter polo y
unos zapatos Croydon. De la mesa de la cocina cogí unas monedas y salí a comprar
hielo.
Afuera una vecina estaba en su
puerta con la nieta en brazos. Saludé a la vecina, y vi que su hija, la madre
de la chiquilla en brazos de la abuela, iba ya bajando las escaleras del
bloque. En el segundo piso me detuve porque vi la puerta del apartamento de H. abierta. La madre de la chiquilla se paró volviéndose a medio lado mientras
avanzaba por el pasillo del primer piso y, mirando hacia arriba, alzó la mano
derecha para despedirse otra vez. Tenía en su antebrazo un tatuaje, como una
palabra. Sólo fue una mirada, no me percaté bien qué era. Me acerqué al
apartamento de H. y toqué el marco con las monedas. No había
nadie en la sala. Al poco apareció una muchacha que no era H. y pregunté:
-Disculpa, ¿tienes hielo?
En el apartamento de H. no
venden hielo. Este yo lo consigo subiendo las escaleras contiguas, en un
apartamento donde vive una pareja de viejitos. Pero 1) vi que todavía estaba
cerrado el apartamento de los viejitos y 2) quería evitar la fatiga. La
muchacha abrió el refrigerador de la nevera y sacó un pedacito de hielo; me lo
mostró como diciendo “esto es lo que hay”. Le dije que me lo diera. Me lo dio y
le ofrecí las monedas, pero no las aceptó. Subí a mi apartamento y puse el
hielo en el mesón de la cocina. Cogí dos tomates de árbol, los pelé y, junto
con azúcar, agua y hielo picado, los eche en la licuadora. Cuando terminó de
licuarse colé el jugo y me lo bebí. A continuación me lave los dientes. Luego
agarré una carpeta blanca y la metí en el bolso. Guardé algo de plata, cogí el bolso y la llave del apartamento. Salí dejando la puerta asegurada.
Me monté en una buseta que me
llevó al Centro. Allá me bajé y me encaminé a la biblioteca La Española. Cuando
iba llegando a la calle de la biblioteca escuché mi nombre y volteé. Era un
conocido del pueblo. Fui a saludarlo. Lo saludé y seguí mi camino.
Había unas vallas de hierro
impidiendo la entrada a carros y peatones. Estaban filmando una película, Will Smith era el protagonista. A los peatones los dejaban pasar
dependiendo de adonde iban. Uno de los que custodiaba allí me lo preguntó y le
respondí que a la biblioteca. Pero no seguí; doble a la izquierda y traté de
entrar por el otro lado. Antes de que pasara a la biblioteca por el otro lado un
vigilante me dijo: <<Por aquí no se puede ingresar>>. Así que me
devolví yendo por la calle cerrada.
Entré a la biblioteca. Una
vigilanta estaba sentada frente a un computador. Me quité el bolso y lo puse en
la boca de un aparato que se lo tragaba y lo defecaba por detrás. Yo pasé por
debajo de unos paneles magnéticos. Agarré el bolso y la vigilanta se fue a
sentar. Luego me pidió el número de identificación y se lo di. Lo escribió en
el teclado. Ahora me pidió la identificación en físico. <<No la tengo aquí>>,
mentí. Me preguntó que si tenía un papel o algo. Yo insistía en que no, pero al
final me condolí (quizá por miedo a que se dilatara más mi entrada), le dije
que tal vez sí tenía y fui al loker donde ya había guardado mi bolso. De él
saqué mi cartera Boss de cuero y de la cartera saqué una fotocopia de la cédula
y se la di a la vigilanta. Luego me la devolvió. Cuando aseguraba el bolso en
el loker, me preguntó el número del loker y se lo dije.
Más adelante había una vitrina con libros. Me llamó la atención
un librito de poemas de Emily Dickinson y Soy leyenda, de Richard Matheson. Seguí
avanzando y llegué al patio. Doblé a la izquierda y, pasando por una
dependencia llena de estantes con libros infantiles en la que vi un tanque de
agua cerca de la puerta, llegué a la biblioteca. Le pedí al que atendía la
biblioteca que fuera conmigo a sacar dos libros de una vitrina. Al regresar le
pregunté al que atendía que si podía tomar agua del tanque que estaba en la
biblioteca infantil. Me dijo que si tenía vaso, bien podía. Yo no tenía vaso,
pero dejé los libros en una mesa y fui. Había un hombre semidormido sentado en
una sillita en la sala infantil. Llegué al tanque y me agaché para beber. El
tanque tenía agua, estaba menos de medio. Pero al presionar las llaves plásticas
no salía agua, y sin poder saciar mi sed, me paré y volví a la sala de adultos.
Me detuve en un estante a ver los títulos. Antología de relatos de gatos,
algunos cuentos de los hermanos Grimm. Luego caminé hasta la mesa donde había
dejado los libros. Los cogí. Vi un sillón de color beige que estaba al fondo y
fui y me recosté a ojear los libros. El sillón era cómodo, de dos puestos, yo me
tiré a lo largo, bien relajado. Como no había dormido en toda la noche, me dio
un sueño tenaz. Leía, cerraba los ojos, los abría, leía, otra vez los volvía a
cerrar, y así. Estaba borracho de sueño. Al rato llegó el que atendía y,
pidiéndome disculpas, me dijo que no podía estar en la posición en que estaba. Me
senté correctamente y el señor se fue. A los pocos minutos una chica llegó y se
sentó a una mesa a leer. Yo comencé a observarla desde mi sillón. Estaba un poco
lejana pero la veía de frente. No nos cruzamos la mirada ni una sola vez.
Estaba super concentrada en lo suyo. Era hermosa, muy hermosa. Cristalina. Y la
borrachera de sueño no se me quitaba. Dejé a Dickinson y a Matheson en una
mesita de vidrio y me paré. Fui a los estantes a mirar los títulos. Había
títulos de Cervantes, Tirso de Molina, José Zorrilla, Lope de Vega, Juan Marsé,
Almudena Grandes, Cortázar, etc. Luego fui al computador y busqué en la base de
datos libros de Rubem Fonseca. Le pregunté al que atendía que en qué estante
podían estar. Me señaló uno y me puse a buscarlos pero no los encontraba. De
pronto escuché la vaina. Estaban el que atendía, otro señor y un pelao joven y
delgado, moreno, de cabello largo y espolvoreao con una gorra puesta. No sé lo
que pasaba, pero el que atendía y el otro
forzaban al
joven para que detuviera algo en el computador que utilizaba. Le decían que
sacara la memoria y escrutaban el computador. El que atendía se veía más
desesperado que el otro. El otro seguía manejando el teclado. Alzaban la voz.
Que tira, que jala, que esto, que lo otro. Luego el que atendía se puso a
hablar por teléfono. El pelao joven dijo que no iba a venir más, que ni que se
fuera a morir porque no viniera. Y al poco tiempo agarró su memoria USB y salió
empujando la puerta de vidrio de salida. Mientras tanto, yo no encontraba a
Rubem Fonseca y le pedí ayuda al que atendía, que ahora parecía calmado. Miró en
la base de datos y así fue que me llevó al estante donde estaban los libros de
Fonseca. Estaban
Agosto,
Y de este mundo prostituto y vano solo quise un cigarro entre mi mano,
un libro de relatos cuyos títulos de los cuentos eran todos nombres de mujer,
Diario de un libertino. En el mismo
estante, además de literatura brasileña, había literatura japonesa, rusa, checa,
griega. Puros clásicos. Cogí
Diario de un
libertino y me senté a leerlo. La chica cristalina estaba ahora de espaldas
a mí. Vi su cabello brillante, su espalda pequeña. Luego me concentré y leí los
primeros siete días del
Diario. El
protagonista es un escritor, y en los primeros apartados plantea ideas sobre lo
que es un diario. Seguidamente comienza a hablar de su infancia. A muy temprana
edad había perdido a sus padres. Una señora lo adoptó y lo llevó a su casa. La
señora tenía tres hermanas. Había cuatro mujeres en la casa. Él tenía, en sus propias
palabras, cuatro madres. Y cada cuatro años se moría una. Así, perdió la última
siendo un adolescente. Entonces un señor llegó a la casa diciendo que era primo
lejano, y que de ahora en adelante se iba a trasladar a esa casa con su
familia. El señor le dijo que se podía quedar en la casa si quería, y el
adolescente se quedó. Este tenía 16 años. El señor era comerciante, y para
fortuna del muchacho, tenía una hija de doce años. Ese fue su primer amor. El
señor comerciante no era muy culto, pero le compraba libros a la hija para que
los leyera. Ella no los leía; quién los leía era nuestro personaje, y él se los
resumía a la chica. Al señor comerciante le empezó a ir bien en los negocios y
se hizo acreedor de una cadena de supermercados en la ciudad, al punto de que
decidió marcharse de la casa para vivir en un barrio mejor. Le dijo al joven
que se iban a mudar, pero no quería que él se fuera con ellos porque sabía las
cosillas que hacía a escondidas con la hija. Le dejaría la casa con una
condición: que no volviera a ver a la hija. El aceptó, pues el amor entre
ellos, luego de seis o siete años de idilio, se había enfriado. Ni ella ni él
sufrieron con la separación. El
Diario
sigue con las aventuras del escritor ya adulto, cuando conoce a una mujer con
la que sale y un día van al teatro y en el teatro actuaba una mujer, hermana,
creo, de la mujer con la que sale el escritor-personaje. La obra representada en
el teatro es
Las tres hermanas, de
Chéjov. La actriz y el escritor se conocen luego personalmente. Al escritor le
gusta la actriz y él busca la manera de salir con esa otra mujer. El
escritor-personaje comienza a hacer juicios de valor con respecto a lo que una
mujer quiere de un hombre. Todo muy interesante y enriquecedor.
Al otro extremo de la mesa en la
que yo estaba había dos jovencitas hablando. Una era morena, de contextura
gruesa, pelo negro y crespo; la otra era trigueña, delgada, tenía el cabello castaño
claro, los ojos claros, indudablemente el coño rosado, como a mí me gustan. La
chica hermosa y cristalina se paró y se fue. Yo me quedé un rato más. Luego me
levanté, puse el libro en su puesto y salí al pasillo. Llegué a la entrada,
abrí el loker, saqué el bolso y a la calle.
Eran aproximadamente las cuatro
de la tarde cuando llegué a mi barrio. Cerca había comprado unas peras que me
comí en el apartamento. Hice un jugo de tomate de árbol, me lo tomé y salí para
un café internet. En el café internet se me revolvió el estómago. Sonaba y yo
lo escuchaba, no era sólo un sonido interno. Solté un pedo jediondísimo. El
estomago se me revolvía y yo creí que me iba a ir en churria, en agüita de
mierda. A la hora y media regresé al apartamento. Fui al baño: cagué. Luego empezó
a darme sueño y me acosté temprano.