Nos quieren dóciles, brutos, analfabetas,
espiritualmente pobres en el infierno.
Al recordar mi época de bachiller en mi pueblo natal, es
inevitable que la figura de María Camila aparezca en mi mente como un rayo. De
todas las compañeras del salón, y quizá del colegio entero, ella era una de las
más bonitas. Tenía los ojos marrones, la piel clara, el cabello de color
castaño oscuro y bien liso. En su cara ovalada sobresalían los cachetes, unos
cachetes rellenos, tersos, y si sonreía se le formaban dos hoyuelos a cada
lado. Al principio, cuando iniciábamos sexto grado, su porte era normalito, al
igual que el de todos los demás; se podría decir que todos medíamos lo mismo.
Pero pasados dos o tres años se había convertido en una reina de belleza que no
necesitaba tacones, ganando también en anchura. Había cogido cuerpo de tal
forma que a muchos se nos paraba el güebo con sólo verla; por encima de la
ropa, los senos se le veían voluptuosos, paraditos, las caderas se le habían
ensanchado y las piernas le habían engruesado. Estaba de ataque.
Tenía enamorados por todo el colegio. La
mayoría bobos que le regalaban cualquier cosa para conquistarla. Pero, a parte
de una linda sonrisa cuando recibía los detalles, no les daba ni la hora.
Pronto unos cuántos supimos que no le interesaban las relacioncitas melosas. Un
día (inolvidable además, por todo lo que sucedería después), el Braulio se apareció
ante nosotros y en voz baja, como si fuera un secreto, dijo:
- ¡Oigan les
tengo la última!
Iván, el Pepe
y yo nos lo quedamos viendo. Estábamos sentados en el piso de uno de los
pasillos del colegio. Era el descanso. Braulio se tumbó en el suelo junto a
nosotros y siguió con el chisme.
-Por ahí me contaron que encontraron a
María Camila detrás del aula múltiple con un pelao de undécimo.
Que
encontraran a fulano con mengano detrás del aula múltiple ya sabíamos qué
significaba.
-¿A María Camila? –soltó Iván.
-Sí. Hasta el tope.
-Nojoda –dijo
el Pepe-, conmigo no quiso irse a culeá el otro día que la convidé. La muy
malparida.
Nos echamos a
reír. El Pepe era un changonguero.
Braulio: Con esa jodedera tuya ¿quién te
va a tomá en serio?
Pepe: Si se lo
decía en serio menos hubiera aceptao.
Iván: ¡Eso es
lo que tú no sabes!
Le pregunté a
Braulio quién le había contado lo de María Camila.
-Unos vales que fueron a
fumá por allá i’que los vieron, i’que cuando ellos llegaron, el pelao, un tal
Franklin, la tenía en popa dándole clavo. María Camila se subió en seguida la
pantaleta y se bajó la falda. El otro i’que quiso como agacharse, pero ya
estaban pillaos.
-Lástima no
haber estao ahí pa´ tomarles una foto –dijo el Pepe.
-No te hubiera dao tiempo –dijo Braulio-;
porque i’que cuando los encontraron se fueron de una por el
otro lao. Además, ¿yo qué hago con tomá fotos a una pareja culeando?; nojoda,
yo los grabo. Si los vales hubieran sentío algún ruido algún
visaje o alguna vaina, seguro que los grababan.
-Hasta yo
–dije.
-¿Pa’ hacerte
un pajazo, qué? –dijo Braulio.
-Qué va
–dije-, yo no tengo necesidad de eso. Aquí el pajero es el Iván, jajaja.
-Al menos me
tiro mis pajazos –dijo él-, y no voy a mamarme las burras de mi abuelo.
Los demás
gritaron:
-¡Yeeeerdaaaaaa!
-Me las mamo y qué –dije-; mamo burra,
vaca, puerca y lo que se me atraviese, y a ti también te culeo como te me
pongas en cuatro. Tú no sabes lo que es una chucha de ninguna especie; tú eres
el Pajero Loco, jajajaja.
-¿Qué es lo
que es? –dijo Iván. Él se prendía rápido-. ¿Quieres peliá?
-Como tú las quieras las quiero yo –le
dije en serio, pero conteniendo la risa.
Iván se paró,
estaba al otro extremo.
-Ustedes sí
son maricas -dijo el Pepe-. Dense besitos ahora, ejche.
-El Iván no le aguanta un raun al
Carlo –dijo Braulio-. Te apuesto veinte mil a que Carlo le parte el chiquito.
Yo, burlón, miraba a Iván de pie. Te juro
por mi madre que sólo estaba jugando, no pensé que después se me fuera a venir
encima.
-¡¿Quién parte
la patilla?! –gritó el Pepe.
-Yo –dije.
Iván apretó
los puños. Hubo un silencio tenso. El Pepe continuó:
-¡¿A quién le
echas las conchas?!
En lugar de decir: a la vieja choncha, lo
que dije fue:
-A Mirta.
Mirta era (o es, aunque no sé si aún vive)
la mamá de Iván. Y para qué fue eso... Como si le hubiera mentado la madre al
mismo diablo. Bueno, no tan diablo. Corrió y se abalanzó sobre mí y nos
enmancornamos como dos sanguijuelas. Era bastante ágil con las manos; pero yo
era más fuerte y, como él, también rápido. Caímos al suelo. Por supuesto, él
abajo y yo arriba. Forcejeando lo agarré por el cuello con una mano y con la
otra intentaba cubrirme y darle duros puñetazos en la cara, en las costillas,
en donde fuera. Braulio intentó apartarnos y el Pepe dijo: “¡Déjalos, déjalos
que se quiten la rasquiñita!” Pero yo no tenía ninguna rasquiñita. Era nomás el
mero placer de golpear a alguien lo que sentía. Alrededor de nosotros se había
formado un corro de alumnos que gritaban: “¡Ahí, no lo sueltes!” “¡No te
dejes!” “¡Dale duro!” Y no sé cómo podía oír lo que decían; por dentro yo no
sentía la mínima rabia, y aun así le daba con todas mis fuerzas unos puñetazos
precisos y secos en la cara. Entonces el Pepe con Braulio vinieron y ahora sí
me jalaron por los brazos. Iván ya estaba todo ensangrentado.
-¡Lo vas a
matá! – dijo el Pepe.
-Hey, marica,
te pasaste –dijo Braulio.
A Iván lo estaban
ayudando a levantar. Tenía la cara hinchada, manchada de rojo al igual que el
suéter, y gimoteaba como la nena que era. El coordinador académico, el tipo más
homosexual del mundo, con sus delicadas maneras llegaba en este momento
apartando alumnos con el brazo.
-Pero, ¿qué pasó aquí? –dijo, con una voz
como si tuviera un pedazo de pene atravesado en la garganta. Miró a Iván y
dijo-: Por favor, que alguien lo lleve a la enfermería. –Y dirigiéndose a mí-:
Carlos, ¡la verdad es que ya no sé qué hacer contigo! ¡Dándote de trompadas con
todo el mundo! ¡Mira cómo lo dejaste! Acompáñame a la rectoría.
Y dejando a la
turbamulta dispersa en el pasillo, fuimos allá.
La rectora estaba acomodando unos papeles
en su escritorio cuando entramos. Antes el coordinador había tocado la puerta,
la cual permanecía siempre abierta y, con aquella impostación que tanto me
irritaba, dijo:
-¿Tienes un
minuto?
-Adelante.
Entramos.
Cuando fui a sentarme en una silla el coordinador me lo impidió. Él también se
quedó de pie. Comenzó:
-Tenemos un
problema con este alumno, Bárbara. Lo acabo de encontrar en el pasillo dándose
golpes con un compañero. Y si vieras de qué ma...
-¿Otra vez,
Carlos? -cortó la rectora. Y preguntó al coordinador: ¿Dónde está?
-¿Quién?
-El otro
alumno.
-En este
momento –dijo el coordinador-, debe de estar en la enfermería. Tienen que curarle
las heridas que este personaje aquí presente le causó. Si vieras cómo lo dejó.
La rectora
soltó los papeles que tenía en las manos y se dirigió a mí con estas palabras:
-Ay, Carlos,
ay, Carlos. ¿Cuándo vas a aprender que uno no puede andar por la vida
peleándose así como así, por deporte? –Se dirigió al coordinador-: ¿Cómo está
el otro muchacho, Francisco?
-Será mejor
que tú misma lo veas –dijo.
-Hazme el
favor de traerlo.
El coordinador
salió y a los quince minutos aproximadamente ya estaba de vuelta con el Iván,
que no se había cambiado el suéter manchado de sangre.
-¡Por Dios!
–exclamó la rectora al verlo-. Carlos, ¿cómo es posible que te hayas ensañado
con él de esta manera? Bueno y, ¿no se supone que ustedes andan juntos para
arriba y para abajo? –Hizo una pausa, luego continuó-: Si así eres con tus amigos,
¿qué se deja para el resto?
Yo permanecía
callado. La verdad es que me importaba un culo lo que pensara la rectora.
-Quién de los
dos va a empezar a contar qué fue lo que pasó. A ver, los escucho –dijo.
Iván se puso a
hablar:
-Estábamos
sentados en el pasillo, y de repente él empezó a decirme que yo era un pajero y
un poco de cosas más. A mí me dio rabia y por eso peleamos.
-¿Y qué más te
dijo? –le preguntó la rectora.
-No, eso: que
yo era un pajero.
-¿Ajá? –dijo
el coordinador-, ¿eso fue lo que te molestó?
Hubo silencio
en la oficina. El coordinador volvió a tomar la palabra:
-Uno tiene que
ser tolerante, Iván, porque si te pones a hacerle caso a todos los insultos que
te dicen... Si te pones a corregir el mundo... – no siguió la frase.
Iván levantó
la voz: <<¡Pero es que Carlo se pasa!>>. Entonces yo dije:
-¿Puedo
hablar?
-Pero sin
groserías –dijo la rectora.
-Mire,
estábamos ahí en el pasillo Iván, el Pepe y yo.
-"El
Pepe", no -dijo la rectora-; es José.
-Bueno, estábamos en el pasillo Iván, José
y yo cuando en eso llegó el Braulio y nos pusimos a hablar de todo un poco ¿ya?
En una de esas le dije a Iván que era un pajero, luego Iván me llamó burrero a
mí y yo comencé a decirle otra vez pajero y el Iván se emputó. Nos fuimos a las
manos porque el Jose dijo ¿quién parte la patilla? Y dije que
yo.
-Ay, Dios -dijo la rectora.
-El Jose preguntó que a quién le echaban
las conchas y yo respondí el nombre de la mamá de Iván.
El breve silencio que se produjo lo rompió
la rectora.
-Oigan -dijo-, ¿ustedes por qué no se
respetan, ah?
-Lo que pasa es que Iván no aguanta juego
-dije-. Todo se lo toma en serio. Fue él quien me buscó la pelea, y la verdad
es que si a mí alguien me busca la pelea, al que sea se la doy.
-¿No será que
estás en el lugar equivocado? –me preguntó el coordinador. Mas, no fue en
realidad una pregunta; fue como si quisiera ponerme a reflexionar sobre algo.
Hasta el día de hoy no sé qué carajos me quiso dar a entender. Me dieron ganas
de decirle: <<¡Tu maldita madre fue la que estuvo en el lugar equivocado
cuando se la culiaron, perro hijueputa!>>, pero me quedé callado.
-Bueno, Carlos –dijo la rectora-, en todo caso, no es la primera vez que Francisco te trae acá por este tipo de problemas. La vez pasada te dijimos que si volvías a reincidir, no te la íbamos a pasar. Mucho menos ahora, en vista de lo que le has hecho a Iván, ¡pero míralo! Parece obra de un criminal. –Hizo una pausa y continuó-: A él lo vamos a dejar exento de castigo. Tú, en cambio, quedas expulsado definitivamente del colegio.