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lunes, 7 de mayo de 2018

Un canto a la fertilidad





Vivo por la Terminal de Transporte, en un barrio que se llama Portales del cielo, situado a orillas de la avenida La Cordialidad. Pese a ser una de esas modernas edificaciones de interés social construidas para gente de escasos recursos, guetos de pequeños apartamentos adosados y pasillos estrechos, la vida aquí es llevadera, grata.

El bloque del conjunto en el que vivo está a la orilla de la avenida, y lo conforman dos hileras de apartamentos de cuatro pisos, adosados al aire libre. Estas hileras se conectan entre sí por medio de escaleras de concreto, las cuales ascienden en zigzag hasta una azotea, deteniéndose antes en cada uno de los pisos del bloque. En cada planta la escalera posibilita el acceso a cuatro apartamentos. Los dos del pasillo se miran de frente; a los otros dos, la pared que resguarda la escalera les impide la vista, y sólo desde la ventana de uno de los cuartos se pueden ver. Estos, sin embargo, tienen una terracita *privada* que los apartamentos del pasillo no disfrutan. En compensación, ellos gozan de más libertad. Los que vivimos en los apartamentos de al lado estamos un poco enjaulados. 

(Hay una ventanita alargada y doble adyacente a la puerta de entrada, es de vidrios transparentes y sólo uno se puede correr; el otro permanece estático. Muchos apartamentos tienen estos vidrios polarizados (en color negro, azul, y verde las menos). Otros, como yo, simplemente los han dejado así transparentes y aun sin ninguna cortina puesta, de modo que uno cuando sube o baja las escaleras del pasillo puede ver ya sea si están lavando los corotos, preparando comida en la cocina, junto al lavaplatos, o en el cuarto haciendo cualquier cosa. Desde el piso superior o las escaleras se contempla mejor la película.)



*****

No pasé la noche aquí. Serían quizá las seis de la mañana ya cuando llegué a mi apartamento. Saqué la llave del bolsillo trasero del pantalón y abrí la puerta. Entré, fui al baño, oriné y bajé la palanca del inodoro. En el lavabo me lavé la cara con bastante jabón, me sequé las manos con una toallita y me las llevé a la nariz. El olor vaginal que tenía todavía impregnado se atenuó. Fui a la cocina, agarré un vaso y tomé un poco de agua de la nevera. En seguida puse el vaso en el escurridor y salí al pasillo. Desde allí miré en diagonal hacia el segundo piso de las escaleras contiguas. El apartamento de los viejitos estaba cerrado, pero vi la ventanita abierta. Bajé los escalones. Llegué a la escalera contigua y subí al segundo piso. Ya en el pasillo di unos pasos a la izquierda y toqué la puerta del apartamento de los viejitos, queriendo que la nieta de ellos me abriese. La nieta de esos señores es una nena de piel tierna y apelmazada como el pan, cabello y ojos negros, su carita redondeada tiene una expresión inteligente que seduce. Me incliné sobre el muro del pasillo para ver por la ventanita (ésta queda en el vacío) y vi que no había nadie. Toqué otra vez. Esperé. Nadie respondía. Volví a mirar. Nadie. Tampoco se escuchaba nada. Toqué de nuevo. En eso dos muchachas habían bajado hasta el primer piso por las escaleras de enfrente y pasaron debajo del pasillo por el otro extremo. Las dos viven en el apartamento que está frente al mío, en el cuarto piso. Nunca he tratado con ellas. Mientras tanto, no se oyó ruido alguno en el apartamento de los viejitos. Me fui. Y en vez de subir a mi apartamento, me dirigí a la tienda. Hoy domingo era poco probable que estuviera abierta a esa hora, pero, guardando una remotísima -¿absurda?- esperanza, caminé hasta allá. En efecto, estaba todavía cerrada. Los domingos no abren desde temprano; algunas ni abren. Me volví para el apartamento.

Cuando llegué me quité el buzo, los zapatos y las medias. Me metí al baño. Tenía los pies sudados y pegachentos por la arena de la playa, y olían feo. Me di un baño y me lavé por todas partes hasta quedar bien limpio. Salí del baño y fui a mi cuarto a acostarme. No me dio sueño, comencé a pensar en todo lo de anoche; entonces me paré, fui al otro cuarto, cogí la guitarra que estaba encima del escaparate y regresé a mi cuarto. Ahora, tumbado en la cama, toqué canciones de Ed Sheeran y Manuel Medrano. Me puse a cantarlas. De las canciones románticas pasé luego a los vallenatos. La voz se me había calentado, aunque a veces se me quebraba por efecto del cansancio. Afuera, en algún apartamento del bloque, comenzaron a poner música; luego en el barrio de al lado también y ya no hubo más silencio para mí.

Al rato me levanté y fui a poner la guitarra donde estaba. Los hechos siguientes no los alcanzo a recordar de la manera ordenada y sistemática en que ocurrieron. Pero recuerdo que fui a la tienda (ya la habían abierto), y estando allí saludé a un vecino que llegó con su hija en brazos. La hija del tendero paisa, Lineth (una mona hermosa, bien buena y acuerpada a la que pronto voy a poner a gemir de placer), me preguntó qué quería. Yo le dije Dame una paleta de coco y dos tomates de árbol, y ella, desde el fondo de la tienda repitió Una-paleta-de-coco, con su voz dulce y aniñada mientras me la despachaba. Vi que no estaba su hija allí. Abrí la paleta, era un helado en forma cónica de esos artesanales, y comencé a comérmelo. Otro vecino, este más joven que el anterior, llegó también con su hijo en brazos. Lineth me puso los dos tomates de árbol en el pequeño mostrador metálico de la reja y le di la plata; cogí los tomates de árbol y me los iba a traer en la mano, pero ella vino, me dio el vuelto junto con una bolsita y me ayudó a meter los tomates en la bolsita. Gracias, dije y le piqué un ojo. Ella me ofreció una sonrisa esplendida como de nubes de verano. Cuando me venía saludé también al vecino que había llegado después con el hijo en brazos. Lo otro que recuerdo es que fui a buscar hielo al apartamento de los viejitos (esta vez estaba la puerta abierta y había gente sentada en la sala). La señora, acompañada de su señor y de la bella y misteriosa nieta, se paró del asiento y me preguntó cuántos hielos quería. Le hice señas con los dedos. Dos. No podía hablar bien porque me comía el helado de coco. Ella entendió mi gesto manual. Aun así volví a repetírselo con una palabra ininteligible. Si al menos pudiera saber su nombre, pensé al mirar a la nieta, desviando rápidamente la mirada hacia otro lado ya que ella no dejaban de mirarme. La señora me dio los dos hielos y me pidió la plata. Yo ya había puesto los doscientos pesos adentro sobre un pretil. Se los señalé, mas no vi cuando los cogió. Yo ya me había ido.

Volví a subir los 56 escalones hasta llegar al apartamento. Los hielos los mojé para que se les despegara la bolsa, los partí con el manduco de guayacán y los eche en un termo. Luego cogí los dos tomates de árbol, los pelé y los eché en la licuadora. Después eche agua, hielo picado y azúcar de la blanca, ésta azúcar no me gusta porque los jugos saben muy dulces con ella, en cambio con la azúcar morena se siente menos intenso el dulce, por su suavidad, ¿la azúcar morena es suave? Bueno, lo que sea, para mí es deliciosa. La azúcar refinada es una estafa. Entre más refinada, contiene más químicos... ¿Por dónde iba? Eché todo en la licuadora y licué. Colé y me tomé el jugo.


Habían tres cocos rodando. Dos grandes en el escurridero de los platos (que había puesto allí ayer, después de haberme tomado su agua) y uno pequeño todavía virgen en una palangana plástica bajo el mesón. Me agaché, agarré el coco pequeño y le metí la punta de un cuchillo. No tenía casi nada de agua. Cogí los otros dos. A los tres los partí con el manduco y les saqué la carne con el cuchillo. No hay rayador, así que con el mismo cuchillo hice la carne pedacitos, y todo el coco lo eché en la palangana plástica y lo tapé con una de las tapas de vidrio de los calderos. Me lavé las manos. Me puse un pantalón y un suéter y bajé hasta el parqueadero.

Uno de los vigilantes me abrió el portón del parqueadero y pasé al otro barrio. Llegué hasta una esquina y doblé. Seguí derecho, derecho, derecho, y caminaba ya por una de las carreteras principales del barrio vecino, el cual es uno de los más peligrosos, uno de los más calientes de la ciudad. Me detuve un poco pasado de adonde iba. Al devolverme un tanto, vi que la sala de Internet estaba cerrada. En seguida, pensé en la urbanización que está al otro lado de mi barrio. Me encaminé hacia allá devolviéndome por donde había venido.

Vi que entraba un carro en ese momento al parqueadero. El vigilante me vio y con la mano le hice seña de que no cerrara el portón. Apuré el paso. Gracias, le dije al ingresar. Tomé la parte lateral y, pasando por mi bloque, seguí hasta la entrada. No sé si antes de salir me paré en la tienda a preguntar por aguacate para aprovechar y saludar a Lineth. Creo que sí llegué, pero a ella no recuerdo haberla visto.

Más adelante, por la avenida, saludé a un conocido de otro conjunto cuya madre (supongo que era la madre, pero se veía tan radiante y tan joven que parecía una hermana mayor) estaba abriendo una puerta exterior para que salieran él y una pequeña más. El pelao me saludó y dijo Hey man no has venío más por la cancha a jugar. Haciendo vueltas, le dije. Y seguí mi camino.

Ya en el otro barrio caminé varias cuadras y llegué a un café internet de puerta corrediza que tiene los vidrios azules subdivididos en cuadritos. Normalmente voy a ese; más que para entretenerme o buscar alguna información, lo hago con el solo propósito de ver a una de las hijas de la dueña, la mayor, que está rica y deliciosa. La chica que esta vez me atendió es la otra de las hijas de los dueños del café. Los dueños tienen, por lo poco que he conocido, dos hijas. Casi siempre está la trigueña alta y de buen cuerpo atendiendo, en las tardes. Ahora estaba la otra. Una con cierto trastorno corporal que la hace parecer niña, pero es mata-año, o sea, que ostenta más años de los que aparenta. Tiene el cuerpo rollizo y pequeño, la piel blanca, el cabello negro. Su rostro es como si fuera el de una muñequita de cera. Me asignó un equipo. ¿Cuánto tiempo?, me preguntó. Dame media hora, le dije. Pero terminé pidiendo más tiempo del solicitado. En total, gasté una hora y veinte minutos. Me había puesto a revisar mi canal de YouTube. Pocas vistas siguen teniendo mis vídeos. Mi canal no es muy popular; en él divulgo sobre todo contenido literario. Escuché un cuento que había subido en los últimos meses. Buena música al inicio y al final. La narración sí deja mucho qué desear. Bueno, poco a poco voy mejorando en ello. Salí de YouTube y revisé mi blog. Luego ingresé a la página de la revista El Malpensante y me puse a leer un cuento de Rubem Fonseca, llamado Romance Negro. Comencé a leerlo con atención, pero el tiempo se me acababa y no quería aumentar el saldo a pagar. Requiero de toda la tranquilidad del mundo para leer un cuento. No sé qué grado de concentración tengas tú. El cuento era un poco largo. Apenas leí unas cuántas páginas. Qué falta de respeto para con don Rubem. El aire acondicionado del local me había relajado tanto que a veces me cabeceaba. Eso, y la amanecida. El tiempo se acabó y me paré. En el momento no había nadie atendiendo. Fui a salir por la puerta corrediza. Estaba con llave. Entonces vi venir desde afuera a la chica del trastorno óseo, pero al parecer se le olvidó que la puerta tenía seguro porque hizo como para abrir, y al no abrir se fue a buscar la llave. Cuando regresó, le pregunté que cuánto le debía. $1.600. Le pagué con un billete de $5.000. Mientras reunía el vuelto, le pregunté por la otra muchacha que a veces atiende, ¿quién era ella, su hermana? Me respondió que sí. En en las mañana ella no estaba porque estudiaba en la universidad. Dicho esto me devolvió $3.300. Le pregunté de nuevo cuánto era de plata. Mil seiscientos, dijo. En ese momento se abrió la puerta y entró alguien. Reflexioné mirando el billete de mil pegado con cinta transparente, el de dos mil tirando a nuevo y las monedas lucias que me había devuelto. ¿No falta?, le dije. Ella me miró con su cara de muñequita de cera y dijo: No sé, dime si hace falta plata o qué. Yo también estaba un poco indeciso pero en el fondo algo me decía que había un desbalance. Si quieres, contamos, le dije. El señor que había entrado le pidió tiempo a la chiquilla. De repente sentí abrirse la puerta y apareció la mamá. Al vernos, preguntó qué pasaba. Y así se enteró del fraude millonario que casi me hace la hija. Faltaban $100 pesos y cuando me los dio salí de ahí.

Fui a una verdulería y busqué aguacate. No encontré. Fui a otra que estaba más cerca de la avenida. Igual. Después, antes de llegar a mi barrio, pasé por la tienda Ara y entré. No sentí la transición de calor a frío. Avancé y me detuve en la sección de frutas y verduras. Los aguacates todos estaban duros. Sólo uno había que estaba suave al tocarlo. Cuando lo estaba pagando en la caja, un hombre robusto detrás mío me dijo que allá afuera estaban a mil pesos (el aguacate que estaba comprando costaba tres mil y pico). Ya lo pagué, dije mientras me entregaban la factura. El hombre dijo: ¡dar yo tres mil pesos por un aguacate!, y siguió: ¿comprarlo en un supermercado estando más barato allá afuera? !No!... Salí del Ara con el aguacate metido en una bolsa, directo para el apartamento.

Era ya cerca de mediodía. El sol desde allá arriba brillaba recio, pero no estaba caliente; viéndolo desde el punto de vista del que no trabaja a pleno sol, se diría que estaba fresco. En el apartamento me descalcé y me quité el suéter. Quedé sólo con la pantaloneta de dril. Como estaba cerrado, hacía bastante calor adentro. Así que salí al pasillo a refrescarme y contemplar el aburrido paisaje interior del bloque. Me acerqué a la reja y puse mis manos en el tuvo horizontal de la baranda del pasillo, a la altura de mi estómago. De repente, inclino mi mirada hacia la ventanita del apartamento inmediatamente inferior y, a través del cristal transparente de la ventanita adyacente a la puerta, la veo. Una joven morena de unos veinte años más o menos, con un cuerpo imponente. Vestía un conjuntico de color blanco con motivos como de juguete, hacía no-sé-qué cosa en el lavaplatos. Una blusita de tirantes delgados, rosados, mostraba el nacimiento de sus senos redondos y túrgidos, y el pantaloncito corto y ajustado hacia arriba apretaba el potente mazo carnoso de la vulva. Una vulva de vaca. ¡Qué poder entre esas piernas! Me templó la verga de un salto. Ella terminó de hacer lo que estaba haciendo y se quitó de ahí. Yo esperé unos minutos más para ver si volvía a aparecer. No apareció. Entré a mi apartamento y me senté en una silla. ¿Qué fue eso?, me dije. No lo podía creer. Qué mujer tan excitante. Es un canto a la fertilidad. No exagero. Aunque ya la conozco. El otro día le hablé. Yo estaba ahí mismo en el pasillo, comiéndome una pera; ella echaba una ropa en un tendedero improvisado. Veía que no le ponía ganchos a la ropa. Déjame prestarte unos ganchos, le decía. Pero ella en ningún momento se tomó la molestia para decirme no o sí o púdrete; ni siquiera levantó la mirada para ver quién le hablaba. Y anoche, como a las siete, bajó al primer piso con la hija pequeña de los dueños del apartamento donde se aloja. Parece que es familia de los que viven allí. No sé si estudia. Anoche la vi cuando bajó con la pequeña. En ese momento yo subía a mi apartamento, pero no nos alcanzamos a cruzar. Arriba me eche bastante perfumen en la ropa y bajé otra vez. Cuando pasé por donde ella, le hice creer por un segundo que me iba a quedar ahí, cerca de ellas. Pero giré a la derecha y caminé dándole la espalda hasta la esquina del bloque. Mientras iba caminando saqué unos billetes del bolsillo e hice ademán de contarlos. A continuación, los guardé. ¿Vio lo que era? Tal vez. Miré a un lado y a otro de la avenida. Después me devolví, mirándola. Sus ojos parecían no mirarme. Cuando parecía que iba a llegar a ella, me miró directamente. Yo dejé de verla en el acto y doble a la izquierda sin detenerme. Subí a mi apartamento. Abriendo la puerta la miré desde arriba: en ese instante vi que levantaba la cara en dirección a mí. Entré. ¿Será que es impresionable la hembra?

Al poco tiempo salí y cerré con doble llave. Cuando ya iba bajando los escalones, un perro comenzó a subir los del primer piso. De pronto, escuché la vocecita de la niña que estaba con la muchacha. ¡Vecino! ¡Ahí va subiendo el perro, vecino! Bajé rápido y sin prestar atención. Esta vez salí por el pasillo interior del bloque. Saludé al portero de la entrada y afuera, en la avenida, tomé un colectivo que me llevara al Centro.


SEXO EN UN PARQUE

Estábamos ahí, ella y yo, sentados en el banco de un parque, solitario y oscuro a esa hora de la noche. Era la primera vez que nos veíam...