Hace tiempo vengo leyendo la obra de Fante, autor muy poco leído en el mundillo literario. Llegué a él a través de Bukowski, quien conoció la fama en vida y ha tenido la suerte de ser reconocido aún después de muerto, hasta el punto de que incluso gente del común sin el exquisito hábito de la lectura lo ha leído. Fante fue su maestro, y lo recuerda en ese gran relato titulado Conozco al maestro. Un hombre que desbordaba ingenio y vitalidad con la palabra escrita. He aquí un fragmento de Camino de Los Ángeles donde el protagonista Arturo Bandini, alter ego cínico del autor, tiene una hilarante conversación con su tío:
Después del postre las mujeres se levantaron y salieron. Mi madre cerró la puerta.
Todo parecía premeditado. El tío Frank fue al grano encendiendo la pipa, apartando
unos platos y apoyando los codos en la mesa. Se quitó la pipa de la boca y agitó la
cazoleta bajo mi nariz.
—Mira, pequeño hijoputa —dijo—; no sabía que también fueras un ladrón. Sabía
que eras un vago, pero por Dios bendito que no sabía que fueras un ratero.
—Tampoco soy un hijoputa —dije.
—He hablado con Romero —dijo—. Sé lo que hiciste.
—Te lo advierto —dije—. Con vocablos inequívocos te advierto que no vuelvas a
llamarme hijoputa.
—Le robaste diez dólares a Romero.
—Tienes una osadía colosal, una presunción inusitada. No alcanzo a entender por
qué te permites la libertad de ofenderme llamándome hijoputa.
—¡Robar a tu jefe! —dijo—. Te parecerá bonito.
—Te digo otra vez, y con toda sinceridad, que, a pesar de tu mayor edad y de
nuestro parentesco, te prohíbo terminantemente que utilices apelativos ignominiosos
como hijoputa para referirte a mí.
—¡Un sobrino vago y ladrón! Es asqueroso.
—Advierte, por favor, querido tío, que puesto que prefieres vilipendiarme
llamándome hijoputa, no me queda otra alternativa que hacer hincapié en tu propia
infamia. En resumen, si yo soy un hijoputa, resulta que tú eres el hermano de la puta.
Chúpate ésa.
—Romero podría haber hecho que te detuvieran. Siento que no lo hiciese.
—Romero es un monstruo, un gigantesco impostor, un gusano que impone. Sus
acusaciones de piratería me dan risa. No me inmutan sus estériles imputaciones. Pero
he de recordarte una vez más que pongas freno a tu catálogo de obscenidades. No
estoy acostumbrado a que me ofendan, ni siquiera los parientes.
—¡Cierra el pico, niñato! —dijo—. Estoy hablando de otra cosa. ¿Qué harás
ahora?
—Hay miríadas de posibilidades.
—¡Miríadas de posibilidades! —dijo con desdén—. ¡Ésta sí que es buena! ¿De
qué demontres estás hablando? ¡Miríadas de posibilidades!
Di unas chupadas al cigarrillo y dije:
—Supongo que abordaré la profesión literaria ahora que he terminado con la
variedad proletaria de Romero.
—¿Que abordarás qué?
—Mis proyectos literarios. Mi prosa. Quiero proseguir mis experimentos
literarios. Soy escritor, ¿sabes?
—¡Escritor! ¿Desde cuándo eres escritor? Eso es nuevo para mí. Sigue, ésta no la
conocía.
—El instinto de escribir siempre ha estado latente en mí —dije—. Ahora está en
proceso de metamorfosis. El periodo de transición ha terminado. Estoy en el umbral
de la expresión.
—Manda cojones —dijo.
Saqué el cuaderno del bolsillo y pasé las páginas con el pulgar. Las pasé tan
aprisa que no pudo leer nada, pero sí ver que había algo escrito.
—Son notas —dije—. Notas ambientales. Estoy escribiendo un simposio
socrático sobre el puerto de Los Ángeles desde la época de la conquista española.
—Veámoslo —dijo.
—Ni hablar. Cuando esté publicado.
—¿Cuando esté publicado? Lo que hay que oír.
Me guardé el cuaderno en el bolsillo. Olía a cangrejo.
—¿Por qué no te animas a ser un hombre? —añadió—. Harías feliz a tu padre,
allá arriba.
—¿Dónde? —dije.
—En la otra vida.
Lo había estado esperando.
—No existe la otra vida —dije—. La hipótesis celestial es mera propaganda
inventada por los ricos para engañar a los pobres. Niego la inmortalidad del alma. Es
la eterna ilusión de una humanidad engañada. Rechazo categóricamente la hipótesis
de Dios. La religión es el opio del pueblo. Las iglesias deberían transformarse en
hospitales y servicios públicos. Todo lo que somos o esperamos ser se lo debemos al
diablo y a su contrabando de manzanas. Hay setenta y ocho mil contradicciones en la
Biblia. ¿Es la palabra de Dios? ¡No! ¡Niego a Dios! ¡Lo acuso con coléricas e
incontenibles imprecaciones! Acepto el universo ateo. ¡Soy monista!
—¡Lo que eres es un chiflado! —dijo—. Un obseso.
—No me entiendes —dije sonriendo—. Pero no pasa nada. Ya había supuesto que
no lo entenderías; y esperaba los peores hostigamientos en el ínterin. No pasa nada.
Vació la pipa y agitó el dedo bajo mi nariz.
—Lo que tienes que hacer es dejar de leer esos dichosos libros, no robar, hacerte
un hombre y trabajar.
Apagué el cigarrillo.
—¡Libros! —dije—. ¡Qué sabrás tú de libros! ¡Tú! Un ignaro, un Burrus
Americanus, un zoquete, un torpe cobarde con menos sentido común que una
comadreja.
Se quedó callado y llenó la pipa. No añadí nada porque era su turno. Me observó
mientras pensaba la respuesta.
—Tengo un trabajo para ti —dijo.
—¿De qué?
—No lo sé aún. Ya veremos.
—Tiene que amoldarse a mis facultades. No olvides que soy escritor. Me he
metamorfoseado.
—No me importa lo que te haya pasado. Vas a trabajar. Quizás en las fábricas de
conservas.
—No sé nada sobre fábricas de conservas.
—Bueno —dijo—. Cuanto menos sepas, mejor. Sólo se necesita una espalda
fuerte y una mente débil. Tú tienes las dos cosas.
—No me interesa el empleo —dije—. Prefiero escribir prosa.
—Prosa…, ¿qué es prosa?
—Eres un burgués conformista. Nunca conocerás la buena prosa por mucho que
vivas.
—Debería romperte la crisma.
—Prueba.
—Pequeño cabrón.
—Analfabeto americano.
Se levantó y abandonó la mesa echando chispas por los ojos. Se dirigió a la
habitación contigua y habló con mamá y con Mona, diciéndoles que habíamos
llegado a un acuerdo y que iba a empezar una nueva vida. Les dio algún dinero y le
dijo a mi madre que no se preocupara por nada. Fui a la puerta y cuando se fue le hice
una seña de despedida con la cabeza. Mi madre y Mona me miraron a los ojos. Se
figuraban que saldría de la cocina con las mejillas arrasadas de lágrimas. Mi madre
me puso las manos en los hombros. Habló con suavidad y dulzura, pensando que tras
la charla con el tío Frank me sentiría muy infeliz.
—Ha herido tus sentimientos —dijo—. ¿Verdad, pobrecito mío?
Le aparté los brazos.
—¿Quién? —dije—. ¿Ese cretino? ¡Por todos los diablos, no!
—Tienes cara de haber llorado.
Entré en el dormitorio y me miré los ojos en el espejo. Estaban tan secos como
siempre. Mi madre se acercó y se puso a enjugármelos con el pañuelo. Hay que
joderse, me dije.
—¿Puedo preguntar qué haces?
—¡Pobrecito mío! No pasa nada. Estás avergonzado. Lo entiendo. Las madres lo
entienden todo.
—¡Pero si no estoy llorando!
Se fue decepcionada.