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martes, 14 de mayo de 2024

Bolañesco


Sucio, mal trajeado,
con una maleta llena de sueños.
Así llegaste a la ciudad de Cartagena
de Indias. Tu inteligencia era apocada; 
habías hecho el examen de ingreso
a la Universidad ya dos veces
y a la tercera fue que pasaste, en una carrera 
para la que se presentaban pocos aspirantes.
Una desconocida maestra de escuela te había
curtido en matemáticas, y no era necesario 
buscar a alguien que te explicara español, 
porque era la materia que más te gustaba,
la que más entendías, según tú.
En realidad eras mediocre.
Habías sido criado en un estúpido pueblo,
en estúpidas escuelas públicas 
plagadas de estúpidos profesores.
Y en tu casa no había una biblioteca con libros.
Tus padres le relegaban a la televisión
la tarea de la educación.
Sucio, mal trajeado y con tus sueños 
guardados como un tesoro bajo el brazo.
Así comenzaste a estudiar Literatura.
Tus notas eran las del estudiante promedio,
ni muy malas, ni muy buenas.
Te esforzabas en hacer las cosas bien.
Pero ibas directo a un abismo insondable,
el abismo en el que caen las almas en pena.
Aunque leías con esmero las lecturas académicas,
tu mente no lograba procesar bien
el sentido de los textos.
Tu mente distraída, cansada por el vicio
arrastraba tu cuerpo vagabundo por noches 
sin nombre,
y querías disfrutar de la vida,
encontrar aceptación,
ser parte de algo.
Cuán equivocado estabas.
Te hacen creer que la función de tu vida
es subir alto en la escala social, 
esa pendiente de Sísifo
cuya subida no es igual para todo el mundo
como tampoco la bajada.
Algunos caen con sordo estrépito;
otros caen con oscuro silencio;
y los menos se quedan brillando
a su manera en algún firmamento.
Pero ¿quién eras tú?
¿Qué querías de la vida?
Nunca antes te lo habías preguntado.
Para llegar a plantearte esas preguntas
primero debías recorrer un camino desolado,
el mismo que recorren los huérfanos.
Tenías una venda en los ojos, estabas
solo, mal vestido, hambriento,
con un montón de sueños bullendo.
Entonces comenzaste a ir a la biblioteca.
Intuías la certeza de que podías
encontrar el sentido de tu vida
en los libros de ficción; anhelabas 
sabiduría para entender las cosas
que nadie te había explicado 
y por las que habías errado.
Tenías que abrirte paso
a través de la oscuridad,
en un abismo de locura.
Estamos solos en nuestro viaje hacia
la nada.
Cuando salías temprano de clases
te iba para la Casa de Bolívar
y agarrabas libros al azar, cualquiera
cuyo título llamara tu atención.
Leías mucho colecciones de cuento
y te gustaba poner varios libros en tu mesa
como si fueran almohadas; te hacían 
sentir cómodo mientras soñabas 
con el sueño de los maestros. 
Una vez viste a un compañero de carrera
-era poeta y había sido publicado
en una revista literaria de la facultad-
esconderse en la pretina del pantalón
un libro de poemas de Rimbaud.
Tú nunca robabas libros de la biblioteca.
La biblioteca era el paraíso y los libros 
eran el fruto del árbol del conocimiento.
En cada libro había algo escrito para ti.
Te sentía a gusto con ellos en esa cueva,
pero nunca hurtabas sus libros; preferías 
prestarlos. 
Así, Al, tras infinitas sesiones
de lectura en una biblioteca
pudiste vislumbrar tu camino.

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